Opinión | OBSERVATORIO

Sobre normas y recomendaciones ortográficas: ¿iguales ante la ley?

Las reglas ortográficas, frente a lo que puede ocurrir en algunos casos con las más flexibles de la gramática o las del léxico, ni deben ser opcionales ni interpretables

Hace unos días en una tertulia radiofónica una magistrada de reconocido prestigio comentaba la confusa situación que reina en casi todas las instituciones en asunto tan importante como es la redacción de leyes, decretos y otros documentos que regulan nuestras vidas y controlan nuestros actos, dictados por la autoridad competente para asegurar ―se supone― nuestro bienestar y proteger nuestra integridad: ¡nada más ni nada menos! Sin embargo, reconocía la jueza que no entendía cómo en la elaboración de documentos tan importantes no hubiese criterios homogéneos y de autoridad para que los textos legales resultantes estuviesen redactados en el lenguaje adecuado.

Conciso, propongo, esto es, breve y directo; claro, utilizando las palabras con propiedad, y sencillo, huyendo de los términos afectados y ampulosos. Señalaba como causa fundamental de este desastre lingüístico la enorme diversidad en la autoría de las normas y la escasa o nula supervisión de los textos. “Unas veces las elaboran los mismos políticos del grupo proponente; otras, sus asesores; también los técnicos de las cámaras o de la institución de que se trate; incluso, en ocasiones, se encarga la redacción a gabinetes jurídicos externos”: esto creí entender de su intervención. Y si es así, se explica entonces el desbarajuste de nuestro corpus legislativo, pues todos conocemos los casos de leyes y normas que por el enrevesamiento y confusión que las caracteriza han sido objeto de interpretaciones dispares y hasta opuestas, y son los propios expertos en su descodificación quienes confiesan entender lo contrario de lo que se dice que se quería decir: ¿hacen falta ejemplos?

Y esto sin entrar en valoraciones de los que debieron ser contenidos objetivos, como, por ejemplo, el alcance de la llamada inimputabilidad a personas que en razón de su edad cronológica no se consideran responsables de graves delitos de homicidio, de violaciones grupales o de agresiones morales en redes sociales, más propias de la pericia de los “mayores”. O de los “mayores”, diputados y senadores, que se comportan como adolescentes (215 kilómetros por hora es mucha velocidad), y reclaman inmunidad para ser exculpados de flagrantes delitos: ¡cuántas paradojas, qué ironía en el sagrado ámbito de la justicia!

Las leyes y las normas han de ser claras, tanto en lo referido a la expresión como a su contenido, y no han de dejar resquicios a la interpretación equivocada, sesgada o interesada, pues, si no, mejor hablar de simples recomendaciones y no de normas o de reglas. Esta es la razón por la que siendo la ortografía el pilar fundamental en que se sustenta la unidad del idioma debería constituir un código uniforme que no diera cabida a las variables, pero llama la atención la existencia de lagunas en cuestiones en las que los usuarios reclamamos seguridad. Estas fisuras en la estructura global del excelente documento que es la última edición de la Ortografía de la lengua española de la Real Academia y de la Asociación de Academias de la Lengua Española (Madrid, Espasa, 2010) se observan en ciertas normas, algunas relacionadas con la acentuación y con el uso de las mayúsculas, como las que veremos a continuación.

En lo que respecta a la acentuación, se observan casos en los que las normas se plantean como propuestas opcionales, por lo que no son tales reglas, al dar la posibilidad de que sea el propio escribiente el que decida, de acuerdo con su buen entender, poner o no tilde a “guion”, o si considera necesaria la distinción entre “este” adjetivo y “éste” (con tilde) por ser pronombre (este libro / me llevo éste), o el “sólo” (con tilde) cuando es adverbio (“bebe sólo leche”) para diferenciarlo del adjetivo (“vive solo todo el tiempo”), o si el sustantivo que hace referencia al sumo pontífice o al jefe de Estado debe escribirse con mayúscula o con minúscula (¿papa o Papa?, ¿rey o Rey?). Y sobre estos asuntos puedo decir, y creo que es criterio compartido por muchos colegas, que no es bueno, para mantener la uniformidad de la lengua (escrita) en todo el ámbito hispánico esta opcionalidad, sobre todo cuando responde al temor de no herir las susceptibilidades de unos pocos que creen ostentar una mal entendida autoridad sobre un condominio del que somos propietarios legítimos varios cientos de millones de personas.

Las reglas ortográficas, frente a lo que puede ocurrir en algunos casos con las más flexibles de la gramática o las del léxico, ni deben ser opcionales ni interpretables en la medida de lo posible; de modo que, si competentes lingüistas y académicos han propuesto que ante la enorme variación en la percepción de ciertos grupos vocálicos como diptongos (“guion” o “truhan”) o como hiatos (“gui-ón” o “tru-hán”) se decide normalizar la situación considerándolos a todos, a efectos ortográficos, como diptongos (“guion” y “truhan”), o si se observa una falta de rigor en las normas relacionadas con la tilde diacrítica, a la que no se ajustarían los casos de los pronombres demostrativos (“este”, “ese”, “aquel”) ni el del “solo” adverbio, pues son todas palabras tónicas, esto es, con acento prosódico, en las que no se justifica la tilde diacrítica, creo que, sin discusión, deberíamos acatar la norma de no tildarlas en ningún caso (“quiero este”; “bebe solo agua”) en aras a la sistematicidad, y no ceder a injustificadas nostalgias ortográficas, y a realizar, si fuera necesario, un pequeño esfuerzo para entender las razones que avalan la nueva propuesta normativa. En todo caso, estas actitudes revelan un excesivo apego a la tradición y una actitud negacionista ante lo novedoso, novedades que se imponen dado el carácter mutable de toda lengua viva.

El caso de la ortografía de mayúsculas es quizás uno de los aspectos más controvertidos y discutibles. Ya en una de mis “Notas Lingüísticas” publicada en el año 2000, recogida ahora en mi libro Una palabra ganada (Altasur Ediciones, 2002), llamaba la atención sobre las enormes dificultades que se planteaban en torno al uso de las mayúsculas, sin embargo, hoy, por más que la nueva Ortografía de la Real Academia Española dedica el extenso capítulo IV a estas cuestiones, las dudas siguen estando ahí, bien porque no se consulta la valiosa aportación del documento académico de 2010 o, tal vez, por la extrema explicitud normativa que lo convierte en un texto de cierta complejidad para muchos consultantes. Yo más bien me inclino por lo primero, pues, si es verdad que se recoge gran parte de la casuística en torno al uso de mayúsculas en los “Títulos y cargos”, también es cierto que existe una simplificación en el planteamiento de algunas de las cuestiones más polémicas: “Los sustantivos que designan títulos nobiliarios, dignidades y cargos o empleos de cualquier rango (ya sean civiles, militares, religiosos, públicos o privados) ―reza el texto académico― deben escribirse con minúscula inicial por su condición de nombres comunes, tanto si se trata de usos genéricos (“El rey reina pero no gobierna”; “El papa es la mayor jerarquía del catolicismo”; “El presidente de la república es un cargo electo”), como si se trata de menciones referidas a una persona concreta: “La reina inaugurará la nueva biblioteca”; “El papa visitará la India…”. Y afirma más adelante: “Aunque por razones de solemnidad y respeto, se acostumbra a escribir con mayúscula inicial los nombres que designan cargos o títulos de cierta categoría en textos jurídicos, administrativos y protocolarios […]”, pero concluye taxativamente con una recomendación: la de acomodarlos también en estos contextos a la norma general y escribirlos con minúscula.

Sin embargo, a pesar de la clara norma, seguimos observando su reiterado incumplimiento; así, leemos titulares como “La Princesa Leonor se compromete ante los españoles…”, y, en el texto de la noticia se informa que a la ceremonia “No faltó la Infanta Margarita, única hermana que le queda viva a Don Juan Carlos”, o que “La Heredera lucía el Toisón en la solapa izquierda”. Máxima mayusculización como se observa: “La Princesa Leonor”, “La Infanta Margarita”, “La Heredera al Trono” y ese tratamiento de “Don”, que debería figurar en minúscula. Sin embargo, no se otorga la misma consideración a otros cargos de similar dignidad y representación, porque en el acto estuvo presente “el presidente del Gobierno”, este con minúscula, y fue “la presidenta del Congreso” la que le tomó juramento. ¿Falta de rigor, o no serán, quizás, usos intencionados de mayúsculas y minúsculas que dejan huella ortográficamente ideologizada de alguna tendencia política? (Los ejemplos citados fueron tomados de un mismo diario; en los restantes se observó mucha variación y en ninguno se siguió estrictamente la recomendación de la Ortografía académica).

En la prensa canaria no nos ha sido posible atribuir el uso ideologizado de mayúsculas y minúsculas a unos o a otros medios: la alternancia rey / Reina, infanta / Infanta; princesa / Princesa; papa / Papa obedece a la simple arbitrariedad del periodista, uso alternante que no produce un buen efecto, y que resta, como cualquier error ortográfico, credibilidad a la noticia y poca preocupación por no cumplir, como es debido, con su ineludible compromiso de hacer un uso responsable de la Lengua.

Por todo esto y por las muestras que hemos obtenido no resultaría fácil situar a nuestros medios en ámbitos de tendencia monárquica ni más o menos católicos (o papistas, pues hoy no se sabe si hay absoluta correlación entre unos y otros). Aunque lo ideal hubiera sido poder afirmar que todos habrían cumplido con la norma, esto es, minúscula inicial en todos los casos por su condición de nombres comunes: rey, reina, princesa, infanta, papa, ministro y presidente; como también se escriben con minúscula, conserje, profesor y vigilante. En estos últimos, como se ve, suele presentarse un uso ajustado a la norma.

Una vez más, como en estos casos, no todos somos iguales ante la ley.