Opinión | Retiro lo escrito

El hombre que corrompió una ciudad

Koldo García, exasesor personal del exministro de Transportes José Luis Ábalos.

Koldo García, exasesor personal del exministro de Transportes José Luis Ábalos. / EFE

Hubo una vez un hombre que corrompió una ciudad. La corrupción puede ser, yo creo que es siempre, un acto de venganza. Este hombre, que nunca leyó a Mark Twain, que en realidad nunca había leído nada, corrompió la ciudad para castigarla porque la ciudad, la muy mierda de ciudad, esa basurienta ciudad que ardía en sus entrañas como un veneno, y que luego simuló amar después de poseerla, esta ciudad y en particular su élite política y empresarial, le obligó a empezar desde abajo, desde muy abajo, cuando era un chiquillo que no había aprendido ni a leer ni a mirar a los ojos, flaco como una cabilla, rápido como un roedor hambriento. Aparcaba coches y así estuvo durante años y aprendió a distinguir a los listos de los tontos, a los generosos y los agarrados, a los cabrones y a los muertos de miedo. Una vez, en una plazoleta de la ciudad petulante y engreída, señorial y portuaria, sedienta y ruin, se hizo a sí mismo un juramento mientras masticaba un bocadillo de caballas: se las pagarían todas. Se limpió la barbilla aceitosa con la mano. Lo vio nítidamente. Un día quedaría claro que la ciudad es un muladar putrefacto. Un lugar carente de dignidad. Una farsa apestosa. Una inacabable oportunidad para la hipocresía y el servilismo. ¿Cómo lo haría? Metiéndosela en el bolsillo. Demostrando que podía comprarla. De una vez y para siempre.

Así que no cejó. Más temprano que tarde pasó del aparcamiento a las chapuzas y de las chapuzas a las pequeñas empresas. Cuando de vez en cuando rememoraba su escalada le sorprendía: sin duda le echó muchísimo trabajo, pero que fue fácil. Aprendió también que si uno sabe hacerlo siempre se encuentra con idiotas que te dejan su talento, su dinero, su tiempo para que los engañes. La gente desea ser engañada y ese descubrimiento –central, decisivo– es un principio que sirve tanto en los negocios como en la política. Como la gente anhela ser engañada sufren un verdadero terror a que los engañen. Así que, sin abandonar otros prometedores intereses, decidió centrarse en la industria de la seguridad. Es un negocio que cuenta con una demanda creciente. Exponencial en realidad. Construyó un imperio que excedió los límites de la ciudad. Facturaba millones. Para facturar más, obviamente, debió relacionarse con los políticos. Se había acostumbrado a monadas tecnológicas que permitían seguimientos, espionajes, escuchas. Aprendió a emplearlos astutamente. Pero los políticos, tan útilmente necesarios, terminan jodiéndolo todo. Y aún la ciudad se resistía mascullando en las esquinas. Había esquirlas del alma de esa ciudad ingrata que no había conseguido arrancar. No lo sabía, pero le faltaba una metáfora. La encontró después de una llamada telefónica. Estaba tomando la hamburguesa de tofu que le prescribió su nutricionista cuando la metáfora se aposentó sobre sus meninges como una mariposa sobre una flor carnívora: debía comprar un equipo de fútbol.

Y lo hizo, desde luego. No fue precisamente barato, pero comprendió que había acertado con la metáfora. Ya no tenía poder: era un poder. Lo era visualmente: cada quince días, como un dios azteca, miraba ponerse el sol en el palco del estadio antes del sacrificio. Ya se le trataba como un igual. Por supuesto seguía grabando conversaciones, tomando fotos, continuaba haciendo favores, pagándole una cuenta a uno, invitando a otro, poniéndole un coche oficioso a un tercero. Sus inevitables escándalos jamás llevaban a alguien a cuestionarlo socialmente. La metáfora lo convertía en invulnerable. Sonreía satisfecho ante su éxito material guarnecido en silencios porque ese triunfo inapelable era el fracaso moral de la ciudad. Cuando lo pillaron en la enésima, algo relacionado con dolor y muertes, nadie, absolutamente nadie, exigió su dimisión, pretendió cancelarlo, inspiró una investigación. Lo había conseguido. Metió la mano en el bolsillo. Ahí dentro estaba. Apretó un poco y escuchó un ruido sordo. La ciudad había sido corrompida y ahora gemía en su bolsillo.

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