Opinión | Observatorio

Virginia Gil Torrijos

La mujer perfecta

La mujer perfecta

La mujer perfecta / El Día

La mujer perfecta tiene 23 años y al parecer vive en Los Ángeles. Es una modelo de melena morena, piel tersa, labios carnosos, cintura estrecha y una talla de pecho que saca de las órbitas a todos los maromos. Calculo que rondará una 125, según el tallaje español. La chica es un auténtico bombón. Sus posados son de vértigo, también sus escotes, sus caderas sinuosas y su trasero de cereza, alto y respingón. En general todas sus formas, las que muestra en sus vídeos en bikini, son pura magia. Ella, además, parece alta, pero no en exceso, así que, por ello es manejable, ya ustedes me entenderán. En definitiva: una diosa, una poderosa Afrodita. Pero no terminan ahí sus atributos. Esa deidad canta, toca el piano, se mueve a ritmo, baila, tiene una voz sensual y además es lista, culta, brillante, habla múltiples idiomas y pudiera ser capaz de desarrollarte toda una disertación sobre cualquier tema por arduo que pareciera. Aunque lo mejor es su carácter, es maja, agradable, dulce, candorosa pero sin superfluas e incontrolables intensidades, dando la sensación de que nunca pareciera enfadarse, ni te pudiera incomodar con preguntas peligrosas, pedir cuitas o increparte.

Emily Pellegrini es así de perfecta. Una mujer icónica. Tan icónica que los millonarios y futbolistas no cesan de pedirle citas al navegar en sus redes sociales o en su Instagram.

A Emily seguro nunca la irás a ver tensa, ni agria, ni fea, ni con el pelo sucio o sudada, ni siquiera cuando estudia o hace acrobacias en el gym. Emily es pura maravilla, pura perdición, puro origen del «te rondaré morena» y también puro, purísimo, artificio. Emily Pellegrini no parece tener ciclos hormonales, ni cambios del carácter, ni elucubrar sueños románticos, ni inseguridades o complejos. Emily nunca tampoco se frustra o se desespera o cae en la ira, porque todo, todo lo hace bien. Y por supuesto no menstrua, no sangra, no se mea, ni le salen espinillas o arrugas o taras. Ya que Emily, la bella Emily, no existe. Emily es un mátrix digital. Emily es IA. (¡La de Dios! –me dice un compañero de trabajo, ¡esto de la inteligencia artificial es cada vez más de pegote!). Y es que las imágenes parecen reales y también los movimientos de la cámara, la voz, y la expresión. En general todo parece demasiado real. Pero no. No lo es. Entre ser o no ser, Emily no es. Es solo una confusión. Ceros y unos. Golpes o no golpes de luz. Nada más. Y eso no deja de ser un gran alivio porque si los estándares de calidad para ser una buena fémina son esos, esos tan inalcanzables, y ese es físico exigido a las mujeres, a las adolescentes o a las niñas, si es eso lo que sugiere la Ley de la Oferta y la Demanda, de lo que deberíamos tener que ofertar para que alguien te preste algún día un poco de atención, o de cariño, para ser querida, para encontrar pareja, si tienes que ser una Emily, no me extraña que todo se haya convertido en un ansioso sufrimiento, en un nuevo infierno y que las consultas de Salud Mental se llenen de mujeres. Si tienes que ser como es Emily, así de diosa y tú no lo eres, tú solo eres una persona real, mortal, caduca e imperfecta, y si además tienes la impresión de que si no cumples esos parámetros, el Mercado te arrinconará cada vez más y te posicionará sin miramientos en la sección de los outlets, solo te quedará una salida: llámala Orfidal.

Y sí, esto sí que es la «de Dios», o la de «estamos jugando a ser Dios». Porque el ser humano se está aventurando cada vez con menor pudor por sendas hasta ahora intransitadas y peligrosas para el alma o el corazón. Los dilemas morales ya no se interpretan bajo la óptica de la historia de la Filosofía, ni siquiera de la Religión, sino según los dictámenes de las ventas del papel couché, las clínicas de belleza o los objetivos de empresas de reproducción asistida. Todo es cada vez más perverso y la IA ahondará aún más en esa perversión. Continuamente se está borrando y reinterpretando nuestro sentido del Bien o del Mal. Y pronto, los que no estén dispuestos a transigir serán tildados de inadaptados. Demasiado líquido. Demasiado poco suelo. Demasiado difícil, cada vez más, para discernir entre lo real, o lo virtual, o lo creado artificialmente y sus aprovechamientos. Y es que hasta la carne va a ser poder generada de forma artificiosa en breve. Ya casi está ahí. Ya casi es un hecho. Ese es el futuro. Todo se ha vuelto muy complejo, impredecible y difuso en los límites de la Ética o de la Razón. Y así, lo de Emily no deja de ser una anécdota, pero una anécdota que ejemplifica muy bien el porvenir.

Mi único anhelo es que aún quede hueco para lo que nos hace realmente humanos, para todo aquello que tenemos de impredecible, aquello que tenemos de emoción, de temperamento o de sentimiento, todo aquello que tenemos de alegría, de amargura, de sufrimiento, de pasión, de negrura, de ternura, de bravura, todo lo que es concatenación mutante de pensamientos, de recuerdos, todo lo que es sorpresivo, todo lo ilógico que aún no es replicable o programable, todo lo que es en sí la esencia de la búsqueda y los orígenes del Arte. En definitiva, todo lo que aún queda de sorpresivo detrás de un tallaje 125. Todo eso que es tan invisible, que difícilmente podrá, por ahora, digitalizarse.

Pero esto sí que es el mercado, amigos. Y el creador de Emily, su Pigmalion, del que se desconoce su identidad, se haya –dicen– elucubrando nuevas criaturas. El paisano (se sabe que es un tipo del género masculino) debe de ser un avispado informático que en este momento estará haciendo una buena caja. Y para ello, solo ha tenido que dejarse guiar y crear a una chica con los atributos que le indicó el ChatGPT tras una consulta. ¿Cómo es para un hombre la mujer ideal? De ese modo confabuló a Emily y la creó para generar suscriptores en la plataforma Fanvue de contenido erótico. Pero la chica ya se ha hecho famosilla, sale en el Marca y como les digo, pronto habrá más Emilys en diferentes versiones (pelirrojas, rubias, o ataviadas con burka). Y así vamos. Así nos va. Esos son los parámetros. Mientras tanto, algunas chicas, algunas reales, hoy descubrirán que tienen miomas o bultos, o algo tan trivial como que les ha salido una espinilla, y que no pueden hablar 10 idiomas, mientras hornean a la vez un pastel o tocan el violín, y que no pueden hacerlo todo, todo bien y estar así de guapas, así de monas, así de sexys, que no van a llegar, que no pueden ser unas diosas, ser perfectas, y además en esa carrera, ni siquiera podrán permitirse el lujo de sentir presión, tristeza o estrés. Descubrirán que todo es muy difícil, y que no hay margen ni para un milímetro de error. La competición (y más con las máquinas) es brutal, cansina, titánica e inabarcable.

Si yo fuera rica, pero rica de verdad, hipermillonaria, le preguntaría al Espejo-Espejito de ChatGPT: ChatGPT, ChatGPTito: ¿Quién es la doncella más bella del reino? Tal vez me contestase que Emily. Así que, acto seguido, a continuación, le encargaría que me programara un plan estratégico para organizar todo un tinglado y para que una próxima vida o en esta, si me replican, llegase a ser así de perfecta. ChatGPT –le diría– en alas de mi futura reencarnación no quisiera tener ni una fisura, ninguna tara, nada distorsionante. Así que usa mi pasta para que la IA, o no sé bien quién, combine de tal modo mis genes que salgan a imagen y semejanza de una ninfa con poderío. Lo de los 10 idiomas me molaría, pero ya no es algo imprescindible, lo de bailar sí, lo de bailar bien y si es tango, mejor. Y en cuanto al pelo me preferiría un poco más rubia que Emily, ya que estoy más familiarizada conmigo misma, pero que me rebajasen lo de la 125. Con una 100 me conformaría. No vaya a ser que con tanto peso delantero, a la larga la espalda se me acabara resintiendo y tampoco es plan.