Opinión | Risas y fiestas

Aida González Rossi

El silencio de después de hablar

El silencio de después de hablar

El silencio de después de hablar

Vamos a hablar. Vamos a hablar de cuestiones ciertas e importantes. Vamos a hablar dándonos cuenta de lo fuerte que es hablar. Fuerte que lo oyes y dices chos, qué fuerte. Fuerte que lo oyes y respondes sin lenguaje porque así funcionan nuestras bocas y nuestras orejas: unidas por hilitos (¿de cerumen?, ¿de baba?) que nos hacen apretar los labios cuando abrimos los oídos y nos entra por ellos un aire de cosas dichas a la manera de las cosas dichas. O sea, cuidadas como se cuida de los espacios de conexión con los otros, de su tiempo y su atención, de la capacidad propia de poco a poco un mundo de baba derritiendo el cerumen y llegando a posarse lentamente (plof) donde se necesita.

Vamos a escribir cuestiones ciertas, importantes. Día a día, nos vamos a sentar delante de un ordenador a dar (plof) suaves golpes a un teclado al que se le va gastando la A, la S, tanto escribes para contar un_solo_rollo. Fuerte, ¿eh?, que para unas cien páginas tengas que decir que no a tantas oportunidades de ir a merendar dulcitos con cafecitos y… es más:

Para escribir algo, una sola, repito, de esas ideas, todo el tiempo que tienes que haber estado dejando que esas palabras se entrometan en tu vida, todos los paseos hacia_merienditas_en los que te tiene que haber sacudido algún sentimiento relacionado con. Plof. Y todo lo que tienes que haber aprendido sobre tu propia forma de hablar para decir, escribir, algo. Y todo lo que tienes que atreverte a hablar así. Y todo lo que tienes que escuchar y experimentar para decidir escribir un solo texto, dar clic a una sola letra, dar forma a una sola imaginación.

Vamos a hablar. De cosas valiosísimas. Para poder hacerlo, vamos a guardar silencio y descansar.

Es que acabas el texto. Te sientes vacía de pronto, no es un vacío de no tener más dentro, es un vacío similar al gusto de haber cagado y que ya se haya aliviado algo que volverá. Terminas de hacer un esfuerzo antinatural, porque, mira, comunicarse lo es, hay que hacer que el lenguaje alcance a decir aquello que tiene otra materia, que está formado por jirones que hay que aterrizar sin instrucciones. Compacto. Entendible. En fin, llegas al final de eso que te ha exigido tanto sacrificio durante tanto tiempo y que te ha colocado en una posición cuya especificidad es bastante incómoda: un poco como que no puedes vivir mientras. No te puede pasar nada que te desvíe y, sobre todo, debes reflexionar sobre eso, solo eso, tantas veces.

Eres boca, no oreja.

Vamos a hablar de cosas importantes, y, hablando todo el rato, no vamos a poder escuchar.

Te sientes así a veces cuando publicas un libro. Yo entiendo que los ritmos de lectura son golosos y distintos. Se lee más deprisa de lo que se escribe, y soy la primera que quiere más de lo mismo. Pero no sé si es eso, hambre y ya. Creo que a las personas se nos fuerza a hablar todo el rato, como si el instante del habla fuera el único valioso del proceso. Como si se pudiera escribir un libro cada seis meses y como si se fuera tonta por no tener una idea reveladora todas las tardes. Como si las claves de las cosas estuvieran ahí a mano y no tras un trabajo que tiene más que ver con ir exprimiendo que con mandar una pedazo de mordida a lo loco.

No sé si es hambre y ya, necesidad de placer instantáneo y ya, o el imperativo de éxito y consumo para el que nos moldea la industria. Queremos libros rápidos porque queremos autoras y no libros, y está muy bien querer autoras, pero las autoras son autoras porque escriben libros, y en el trabajo de escribir libros debe caber el silencio. En ser una autora, tal como se plantea desde el mimimi ¿cómo es posible que no estés ya escribiendo otra cosa se te van a pasar las ideas ya hace un tiempito dale dale dame más ñam ñam?, no cabe el silencio.

Por lo tanto, no cabe lo que se necesita para poder decir cosas ciertas e importantes. Algo que no depende de una forma de ser ni de un talento, sino de un, como decía, esfuerzo.

No nos vendan que todo debe ser espontáneo, que debemos estar siempre preparadas para hacer lo que sea que vayamos a hacer próximamente, que no podemos detenernos a escuchar, que no podemos disfrutar de lo que ya hicimos, que caduca nuestro cansancio, que caducan nuestras ganas de irnos por otros lados, que caduca el silencio nuestro inquebrantable y riego y la vida y las merienditas. No se olviden, sobre todo, de que escribir es un trabajo y el habla no es una máquina y tenemos derecho al silencio de después de hablar. Para nutrirnos y para disfrutarlo y para lo que queramos y más y punto.

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