Opinión | El recorte

Cuando despiertes, Sánchez seguirá ahí

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. / EP

La división del tiempo es un artificio humano. No existe –ni siquiera en el giro orbital de nuestro planeta en torno al Sol– un año que acabe y otro que comience. Está todo en nuestra cabeza, pequeño saltamontes. Pero a pesar de ser imaginario, el cambio de año tiene una enorme fuerza sicológica. Nos proponemos dejar atrás todos los errores cometidos y afrontar un tiempo nuevo con espíritu renovado.

Toda esta ceremonia tiene mucho que ver con el espíritu cristiano de la absolución de los pecados, que es como un baño en aguas cristalinas del que sales como si te hubieran fregado el alma con Don Limpio. Pero el nuevo año, que será mañana, se va a parecer mucho al viejo. O puede ser incluso peor, según anuncian los gafes.

El viejo año, ya gastado, viene a ser el chivo expiatorio en el que queremos enterrar todos nuestros fracasos. El nuevo es una feliz promesa. Pero en realidad el viejo y el nuevo son lo mismo. Después de las doce campanadas con las que cruzaremos el río Estigia entre los dos años, los migrantes seguirán llegando a las islas o muriendo por el camino. Las explosiones de las bombas seguirán sonando en Gaza. Y en Ucrania cavarán nuevas tumbas en la misma tierra helada para miles de nuevos usuarios. El mundo, básicamente, seguirá igual.

Quitando las guerras, lo peor de este año, en la sociedad de los ricos en la que vivimos, ha sido esa inflación que el Nobel de Economía, Friedman, consideraba el peor impuesto y «la enfermedad más destructiva que conocen las sociedades modernas». Estos meses nos hemos empobrecido de forma extraordinaria porque nuestros salarios han crecido muchísimo menos que los precios. Y nuestros ahorros se han esfumado.

Esa inflación, que seguirá, no ha sido culpa de unos empresarios codiciosos o de unos consumidores que enloquecieron comprando en exceso. Ha sido consecuencia de unos gobiernos que se pusieron a imprimir dinero a mansalva, inundando los mercados con nuevas emisiones que ahora tenemos que pagar con sangre, sudor y lágrimas.

Por eso mismo, este próximo año nos va a caer un diluvio de impuestos. La nueva fiscalidad a la banca o a las grandes empresas acabará repercutiendo en los consumidores, a través del aumento de los costos de los bienes y servicios. Lo poco que suben las pensiones, subsidios o ayudas a las guaguas se cobrará con creces. Y ya nadie se cree el cuento chino de que son unos pocos los que van a pagar todo eso. La casta política defiende con uñas y dientes el gasto público del que se alimenta. Y el multimillonario dispendio de la burocracia, las asesorías y los enchufes lo pagan siempre los mismos.

La economía sumergida florece, porque la gente está harta de pagar ese derroche organizado que a veces se convierte en simple mamandurria. Ese despropósito. Esa falta de austeridad, aunque solo sea a nivel estético. Este nuevo año cambiará el menú del Falcon, pero el de los autónomos, pequeñas empresas y trabajadores seguirá siendo el mismo: deslomarse y pagar para que otros cobren salarios estratosféricos en un mundo público donde nunca hace frío.

Celebra el fin de año. Come las uvas y mira los fuegos artificiales. Cuando abras los ojos y te despiertes, Sánchez seguirá ahí.

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