Opinión | Análisis

Alejandro Krawietz

El dueño y el libre: en la poesía de Juan Noyes Kuehn

Juan Noyes Kuehn

Juan Noyes Kuehn / E. P.

En uno de sus ensayos sobre la traducción (De la transcreación: poética y semiótica de la operación traductora) Haroldo de Campos cita a Walter Benjamin: «Liberar en sí misma aquella lengua pura que está desterrada en la lengua extraña; liberar, a través de la transpoetización, aquella lengua que está cautiva en la obra, he aquí la tarea del traductor». ¿Por qué nos parecen estas palabras –sobre el tránsito poético entre lenguas, sobre la práctica de la traducción– tan reveladoras a la hora de reflexionar sobre la poesía original de Juan Noyes Kuehn?

Su último libro, Para abrir los balcones a la luz, que acaba de publicar la colección Retama Nueva del Instituto de Estudios Canarios, parece la certificación de una impresión de lectura que habíamos podido construir con Sin otra luz y guía o Las infancias del verbo: en pocas ocasiones como ante esta poesía nos sentimos ante la presencia de un lenguaje propio, de una palabra a la vez radicalmente común e individual. Parecería que Noyes Kuehn hubiera marcado, en el campo amplio y feraz del español –una lengua, no lo olvidemos, con varios centenares de millones de hablantes y múltiples realizaciones colectivas–, una parcela propia, que respondiera ante sutiles leyes propias, en la que el surco del arado fuera a la vez otro y el mismo. Para lograr una expresión así, tan repleta de los aromas de la novedad pero a la vez tan cerca del centro caudal del lenguaje –como una suerte de español que anduviera a la vez en el balbuceo de la infancia y en la grave gramática del anciano, como un español niño-viejo, como un español que supiera más sobre sí mismo y, a la vez, respondiera ante las querencias de una libertad de frontera– el poeta debe convencerse a sí mismo de que cumple, a la manera juanramoniana, con el deber del dueño y el deber del libre.

Con las responsabilidades del señor y con los privilegios del extraño. Algo hay, así pues, de la poesía de un emperador –que en su alta jerarquía es consciente de que sólo debe obedecer a su propia ley– en Para abrir los balcones a la luz. Opera en estos poemas, en los que el lenguaje, de algún modo, se extraña para hallar su iluminación particular, el propósito de decir exactamente lo que se quiere decir —sin consentir ninguna fosilización, ningún indigno fraseo, ningún préstamo de la narrativa fácil ni el sentimentalismo extenuado. Sólo algún puñado, desconcertante, de las palabras de la tribu: aquellas que no confunden las metáforas con los hechos, la denotación con la connotación, la retórica con la metafísica. Poesía directa, sin rodeos, brutal, violenta, empeñaba tan sólo en hacer «honor a la verdad». Esta idea, la de escribir como un emperador del lenguaje, quizá precise de una aclaración: en ocasiones el poeta obedece a la tentación de revelar su mundo –sólo eso, tanto como eso– a través del poema. En el caso de Noyes Kuehn no hay ninguna voluntad de ‘enunciar un mundo’, sino –mucho más simple, mucho más complejo– de encarnarlo. Y ya el lector tendrá que arreglárselas para desvelar, dejándose llevar por el ala de las palabras, los significados visibles que se esconden, a la vista de todos, en el espacio metafórico en el que se desenvuelve su poesía. «La manifestación de lo sagrado en una piedra o un árbol no es menos misteriosa ni menos noble que su manifestación bajo la forma de un dios. El proceso por el que se sacraliza la realidad es el mismo; lo que difiere son las formas que asume el proceso en la conciencia religiosa del hombre», escribe Mircea Eliade. No hay así, en Noyes Kuehn, poemas de conocimiento, sino poemas del conocimiento, no hay poemas de amor, sino poemas del amor. No hay un campo cultivado, sino una selva atravesada constantemente por claros del bosque. En esos espacios abiertos en la espesura hay siempre una ventana al cosmos: una extensión interior –a la manera de Joseph Campbell– de los espacios exteriores. Así, el lector no lee, al menos no lee tanto como sí se adentra en una ley. Una ley que, una vez aceptada, abre los balcones a la luz.

«No necesitas saber casi nada para hacer poesía. En cambio, recomiendan abrazar lo inútil y conversar con muertos», se lee en el poema titulado Lo que necesitas. Y más adelante, en El palmeral: «Escasean los sueños en abril. / Dadme algo de soñar, / ahora, en español, / por el amor de dios. Dadme la tierra/ tras los salmos que acogen / al huésped y al oráculo / bajo la protección magnífica / de la altura suprema: // entre un soñar despierto / y un dormido velar de profecías. // Una ensoñación general y oscura / en tu cuerpo y tu sangre. // Una ensoñación general y oscura / la tarea del viento, / y la tarea de escuchar al viento / soplando el palmeral.» Las fórmulas de las que se vale Noyes Kuehn para enunciar el mundo, parecen recién hechas, recién recibidas, lenguaje naciente para un mundo naciente, en el que no hay otro imperio que ese, el de los «salmos que acogen».

Los lectores españoles de poesía debemos felicitarnos: tenemos Para abrir los balcones a la luz al alcance de la mano. Saludamos este libro con inmensa alegría.

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