Opinión | Gentes y asuntos

Jerónimo

Jerónimo Saavedra

Jerónimo Saavedra

Da cierto pudor y, desde luego, vértigo medir el recorrido de los afectos, sobre todo cuando éstos se van a otras dimensiones inquietantes sobre las que nos preguntamos instintivamente los que nos quedamos aquí. Durante diez años, y a propósito de la actualidad y de la efeméride, escribí de nombres y apellidos, juntaba vivos y muertos, sujetos de la admiración y la repulsa con los que había compartido tiempos y vivencias, o personajes a quienes admiré, o repudié, desde la distancia histórica, genios de mis primeras lecturas, artistas de la actualidad estricta y notables conocidos por sus oficios y/o excentricidades. Desde las personales e intransferibles visiones de la eternidad, alguna vez soñé verlos juntos en un paisaje común, sin cometidos ni prisas.

Sale este proemio a propósito de la sentida marcha de Jerónimo Saavedra, conocido desde la infancia, amigo desde los años de su dirección de la residencia universitaria de La Laguna, contertulio cuando la política, y su corte, lo permitieron, sin hipotecas de favores mutuos desde sus distintos e importantes cargos y mi oficio de vendedor de aire. Compartimos actos culturales de relieve y consumo interno, partidas de dominó y regocijos musicales de altura y, también, perreros porque él, exquisito hasta el tuétano, no le hizo ascos a las noches de guitarras y el círculo de sus amistades era tan amplio como su información y curiosidad.

Fue un hombre libre en una sociedad estrecha de miras y recelosa; esquivó con elegancia singular los dardos de torpe puntería y, cuando fue necesario dar el campanazo de las libertades proscritas, lo hizo con valentía y personal estilo que cautivaba a la gente normal, y escandalizaba, en lo profundo, a los hipócritas paladines de la moral aparente, algunos metidos en la política, la empresa y las hermandades, dignas e interesadas dedicaciones donde los errores, pecados y trapacerías se redimen con votos fáciles, limosnas calculadas y golpes de tos para cambiar de asunto. Los medios escritos y audiovisuales recordaron su densa y generosa biografía; su protagonismo estelar en la reconquistada democracia y su paso por los cargos de elección y designación que desempeñó con eficacia y honradez: diputado autonómico y nacional, senador del Reino, primer presidente de la Comunidad Autónoma –cargo que repitió y fue interrumpido por una moción de censura de tirios y troyanos–, ministro de Educación y Administraciones Públicas, alcalde de Las Palmas de Gran Canaria, su ciudad natal, y Diputado del Común, figura cuya creación, nominación y sede en Santa Cruz de La Palma impulsó durante su primer mandato presidencial, como homenaje a la tradición liberal de una ciudad y una isla que lo nombraron Hijo Adoptivo.

Además de disgustos y carreras, la erupción de Cabeza de Vaca nos permitió reencuentros casuales. Con Rafael Yanes, actual Diputado del Común, y Alfonso Cavallé, decano del Colegio de Canarias, planteamos alternativas posibles y desoídas y, a nuestro requerimiento, escribió unas interesantes reflexiones para El Volcán, una suerte de enciclopedia libre sobre la catástrofe y los rumbos de la reconstrucción. Y, lamentablemente, la muerte dejó una cita colgada para una larga entrevista con editorial y canal de televisión concertados.

Vuelvo a La Palma «de su media vida», feliz expresión de sus estancias en la casona de Mazo y de la Bajada de la Virgen, el hecho central de sus recuerdos de infancia. Creo que, con estancias más o menos cortas, no falló ni una edición; y lamento, es una pública confesión, estar en deuda con el admirado amigo porque, siguiendo una regla inmemorial y no escrita –el secreto general de los palmeros que sólo se desvela el Jueves de la Semana Grande– no le pasé las cuartillas de la Peña y la octavilla coral del Gremio de Alquimistas, de la Danza de Enanos del fallido año 2000, suspendida por la pandemia. En la Bajada de la Virgen de 2005, Dios mediante, él y tantos espíritus libres, estarán de nuevo en las calles de Santa Cruz de La Palma y escucharán las loas y aplaudirán la prodigiosa transformación; ajustaré entonces el oído y el corazón para conocer su opinión autorizada y su aliento amistoso. Y con los claros del día, ante el Barco de la Virgen, Jerónimo, con todos los ausentes, se sabrán de memoria las estrofas, se atreverán a cantarlas y aventurarán los enanos del futuro. Siempre fue así, siempre lo será aunque muchos no se enteren.

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