Opinión | Un carrusel vacío
Marina Casado
Temerás a los vivos
Ya sea porque celebremos Halloween o el Día de Todos Los Santos, resulta innegable que los muertos son los protagonistas esta semana. Es curioso comprobar cómo diferentes pueblos y culturas idolatran aquello que más miedo nos genera. Se construye una festividad sobre el mayor y más penumbroso de los misterios humanos. Hay una frivolidad inocente en el hecho de disfrazarnos, de comer «dulces típicos», de festejar.
La muerte, además de aterrarnos, también nos fascina, precisamente porque no podemos explicarla. No sabemos qué existe más allá, por mucho que la ciencia nos ofrezca respuestas muy lógicas. La realidad es que nadie ha vuelto para contarlo. Y en un tiempo en el que todo parece tener explicación, continuamos sin saber qué sucede cuando morimos.
Resulta extremadamente complejo imaginar la nada, esa nada en la que supuestamente nos internamos, donde no existe la conciencia. ¿Cómo es posible no pensar, no sentir? Incluso cuando dormimos estamos soñando. Por eso, a lo largo de la historia, hemos inventado las religiones o el espiritismo. Es algo intuitivo. Siempre recuerdo que, siendo muy niña, antes de conocer las diferentes teorías religiosas, albergaba la íntima certeza de que, cuando muriera, empezaría a pensar y sentir como alguien de mi entorno; una compañera de clase, por ejemplo. Fue una conclusión a la que llegué yo sola, sin que nadie me influyera. Pensar en esto me hace plantearme que, tal vez, la teoría de la reencarnación es más intuitiva de lo que creemos. Quizá ocurra lo mismo con la idea de paraíso.
Hablando de la reencarnación –o mejor dicho, de la continuidad mental o renacimiento–, siempre se me viene a la cabeza la leyenda de Siddhartha Gautama, el príncipe hindú que vivía entre algodones y desconocía la enfermedad y el sufrimiento. Un día que se atrevió a salir de su palacio, vio pasar un entierro y así descubrió la existencia de la muerte. Esta visión le cambió la forma de pensar; comprendió que ninguno de sus lujos y riquezas lo salvaría de envejecer y morir. Con treinta años, renunció a su existencia lujosa para vivir durante bastante tiempo como un asceta. Acabó internándose por el camino de la meditación y convirtiéndose en un líder espiritual: Buda.
El budismo defiende el renacimiento o palingénesis: las acciones de una persona en vida determinan su siguiente existencia tras la muerte. De este modo, ese mismo individuo irá renaciendo en diferentes seres, viviendo distintas vidas, hasta alcanzar el Nirvana, que es la absoluta sabiduría, la liberación de todo tipo de sufrimiento.
En mi etapa de Secundaria, profundicé bastante en la doctrina budista gracias a una profesora que parecía bastante obsesionada con el tema. Nos impartía la asignatura de Sociedad, Cultura y Religión, que era por entonces la alternativa a Religión Católica. Lo cierto es que pasamos la mayor parte del curso repasando la intrincada existencia de Siddhartha/Buda y las verdades budistas, las cuales apenas recuerdo.
No he olvidado, sin embargo, la leyenda de cómo Siddhartha conoció la muerte y el giro que dio su vida a partir de ese momento. La muerte nos cambia definitivamente, es una especie de frontera. Me refiero, por supuesto, a la de una persona cercana. No puedes mirar el mundo de la misma manera después de despedirte para siempre de un abuelo, un amigo o un padre, y también es determinante la edad a la que eso sucede.
A los quince años, mi padre perdió al suyo. Él tenía cincuenta. Mi padre tuvo que convertirse en «el hombre de la casa» demasiado pronto. Décadas más tarde, cuando lo recordaba, siempre se le humedecían los ojos. De aquella experiencia le quedó, creo, la pasión por la vida, la capacidad de valorar cada instante, cada segundo. Era una persona tremendamente optimista y sabía apreciar la parte buena de todos los acontecimientos y personas. No creía en dioses, pero sí en una especie de conciencia colectiva, intrínsecamente unida a la naturaleza, a la que se incorporase cada conciencia individual en el momento de la muerte. Lo hablábamos a menudo, mientras él contemplaba el cielo de la tarde desde la ventana de la cocina, soñando con ser pájaro.
Lo perdí con veintisiete. Él tenía sesenta, diez más que su padre cuando murió. Aprendí a valorar más los instantes, pero mi natural pesimismo no se vio apenas alterado; como mucho, podría decir que se incrementó. La forma en que nos afectan los acontecimientos, incluso la muerte, también depende de nuestra particular personalidad. Yo comprendí que somos marionetas del azar –hoy aquí; mañana, ¿dónde?– y eso que decía mi padre: que hay que temer a los vivos, no a los muertos.
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