Opinión

El reloj de septiembre

¿Se puede detectar una depresión con un reloj inteligente?

¿Se puede detectar una depresión con un reloj inteligente?

Se me muere agosto entre las manos, ahora, mientras escribo esta columna que nacerá ya septembrina y con ese aire de otoño que tiene septiembre pese a que tres cuartas partes de sus días sigan siendo oficialmente verano. Pero no. Septiembre es del otoño desde que nace. Y todo eso porque es laboral y tiene reloj.

Nos empeñamos en computar el tiempo quizás como modo de olvidar que es imposible. Pero hasta eso lo hacemos de mala manera. En realidad, contamos el tiempo como quien calcula pérdidas, como si cada año vivido fuese una merma o un descuido. No nos parece recorrerlo, sino agotarlo, como quien teme secar el río por haber bebido un sorbo, sin detenernos a pensar en cómo es que pasan tan despacio las semanas y tan rápido los años, cómo es que se rezagan los minutos pero corren tan veloces las décadas, sin admitir que el tiempo tiene el carácter voluble de los dioses antiguos. Y así, comenzamos la contabilidad de los días el primero de enero cuando, en realidad, el año empieza el uno de septiembre, el día en que la mayoría regresa a la rutina, el día que vuelven a abrir sus puertas las fábricas, los talleres y las oficinas. El uno de septiembre debería ser el principio del año. Si, como tan afortunadamente señala mi amigo y compañero José María de Loma, “agosto es el domingo del año”, no queda otra que inferir que septiembre es el lunes.

Miro, como tantas veces, por la ventana por la que miro cuando escribo, y que a veces da hacia adentro. Se me ha parado en la puerta la luz del verano. La luz, a veces, actúa así, se demora un rato ante mi casa, pasa las horas echada sobre el limonero y se va luego, hablando siempre de sí misma, quién sabe a qué otra puerta, a qué otra rama, a qué otro verano. Quizás lo ha hecho a modo de despedida, a lo mejor es su manera de decirme que volverá, que siempre vuelve.

Mientras tanto, en la playa, la última muchacha del verano arrebuja en la toalla un repentino escalofrío. Aunque no es otoño todavía, se le han oxidado los azules al mar y la luz cae sobre la arena como una hoja de cobre. Es hora de recomenzar, de que todo vuelva a su ser, a su normalidad obtusa y roma. Pronto comenzaremos a abrigarnos, a ducharnos con agua caliente, a olvidar la botella de agua del frigorífico. La sopa recuperará su dominio en la mesa familiar y el café de la tarde ya no será con hielo. Todo tendrá sabor a viejo y a ya vivido, porque septiembre es uno y repetido, aunque todos los años nos hagamos a la idea de que empieza uno distinto. Cada septiembre se suplanta a sí mismo eternamente y sin descanso. como quien da cuerda a su reloj, vuelven los niños al colegio.

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