Opinión

Sin agua

Archivo - Un joven bebe agua para combatir la segunda ola de calor del verano, a 12 de julio de 2022, en Madrid (España).

Archivo - Un joven bebe agua para combatir la segunda ola de calor del verano, a 12 de julio de 2022, en Madrid (España). / Ricardo Rubio - Europa Press - Archivo

Se acaba, se está acabando, se ha acabado el agua. Se secaron las fuentes, se agotaron los pozos, los ríos caben por un solo arco de los puentes y los pantanos dejan ver sus fondos de lodo y lavadoras, siempre hay una lavadora. En algunos, incluso, un pueblo entero que la ausencia espiritual del agua devuelve. España está seca, dicen los expertos, siempre raudos para el mal agüero.

Alguna vez he escrito que moriremos de verano crónico, y me empeño en sostenerlo porque me parece una frase con cierta gracia que, además, se está haciendo realidad, y este mundo, al menos el que conocemos, se agota y se agosta, las dos cosas a la vez, secándose sobre sí mismo como una uva al hacerse pasa. Pronto los poetas, que siguen siendo quienes más cerca están del alma de las cosas, habrán olvidado los días de lluvia y, como escribió el gran Álvaro Cunqueiro, “el que una nube recuerde/ es que está muerto”. Hablaran entonces en sus poemas de los grandes días de sol que convertirán la tierra en un gran pan de ceniza. También Francisco Umbral, que con su miopía alcanzaba a verlo todo, nos advirtió de que “el agua es una desaparición” y está teniendo razón, como de costumbre.

Antaño, cuando la sequía era siempre “pertinaz”, los obispos ordenaban a los curas de los pueblos que sacaran en procesión al santo titular y que hicieran rogaciones “ad petendam pluviam” (la lluvia hay que pedirla en latín, como todas las cosas serias de este mundo), que casi nunca funcionaban pero que daban al pueblo un cierto colorido y a las beatas un placer inesperado. Aunque la cosa no es privativa de nuestros pueblos y nuestros curas. Alguna vez he contado aquello de que durante una larga sequía en una comarca alemana, al poco de terminar la Segunda Guerra Mundial, un soldado indio del ejército estadounidense se ofreció a ejecutar en la plaza de una pequeña ciudad la danza de la lluvia. Hubo, claro está, incredulidad general y algún choteo, pero como no había mucho que perder le dejaron hacer. La sorpresa fue que mientras bailaba aparecieron nubes oscuras y que cuando acabó la danza comenzó a llover.

Los griegos aseguraban que un rito realizado correctamente es siempre eficaz, y uno se pregunta, bajo el sol seco de agosto, mientras pongo en el patio, a la sombra de la buganvilla, un cuenco con un poco de agua para que beban los gorriones, si no será culpa todo esto de que ya no se enseñe bien el latín en el bachillerato o de que tengamos escases de sioux, pero lo uno por lo otro resulta que se nos seca la vida sin remedio, sin que la dulce mano del agua se abata contra los cristales de la ventana y nos despierte, estremecidos, de madrugada.

Suscríbete para seguir leyendo