Opinión | Opinión

Teorema de los votos

Teorema de los votos

Teorema de los votos

La democracia no es científica, sino producto de la buena voluntad, del consenso. El economista Kenneth Joseph Arrow, Premio Nobel en 1972, es bien conocido por el llamado ‘Teorema de Imposibilidad’ de Arrow. El ‘Teorema de Imposibilidad’ establece que cuando se tienen tres o más alternativas para que un cierto número de personas voten por ellas, no es posible diseñar un sistema de votación que permita generalizar las preferencias de los individuos hacia una preferencia global de la comunidad, de modo que al mismo tiempo se cumplan ciertos criterios racionales y democráticos. El artículo original de Arrow fue A Difficulty in the Concept of Social Welfare, publicado en agosto de 1950. El problema se plantea cuando pasamos del nivel de las preferencias individuales a las preferencias o decisiones sociales, esto es, cuando intentamos construir una regla que permita establecer un orden entre las distintas alternativas, no ya a nivel individuo, sino a nivel social o grupal. Fue definido bastante antes por Condorcet, aunque Arrow lo formalizó.

El teorema de Arrow dice que si el grupo que toma las decisiones tiene al menos dos integrantes y al menos tres opciones entre las que debe decidir, entonces es imposible diseñar una regla de elección social que satisfaga simultáneamente todos los criterios racionales. El resultado del Teorema de Arrow concluye que no existe ninguna regla de agregación de preferencias, excepto si esas preferencias son el fiel reflejo de las preferencias de un individuo denominado ‘dictador’. La dictadura es, pues, inevitable, está en la naturaleza matemática de las teorías de la decisión, y por eso es obvio que hay tiempos históricos en que vuelve, lo mismo que los hay en los que se va.

Ciertamente los postulados del ‘Teorema de Imposibilidad’ de Arrow se han considerado operativos por sus críticos en una sociedad de mercado, donde exista, a su vez, una moral kantiana, de cumplimiento de contrato y, a la vez, formada por individuos calculadores que actúen por interés: la sociedad de mercado democrática es empíricamente imposible, pues, tiende al caos y solo se evita el caos si se acude al totalitarismo. El Teorema de Arrow se ha perfeccionado con otros, los de Gibbard y Satterhwaite: la función de decisión social con al menos tres alternativas de rango no es decidible, excepto si y solo si es dictatorial.

Prestablecida esta circunstancia matemática, fijémonos en que los grupos sociales, o étnicos, que cuentan con la inteligencia humana desarrollada a través del apalabramiento, tienden siempre a dividirse en dos facciones antagónicas. Si nos remontamos a la prehistoria notamos dichas divisiones, por ejemplo, en nuestro entorno, en que en todas las islas había reinos del norte y reinos del sur, como en Gran Canaria (guanartemato agrícola al norte y faycanato ganadero al sur), y en algunos casos, como en Fuerteventura, separados los grupos por un muro. La división estructural de Lévi Strauss sintagma-paradigma señala lo mismo. Y en nuestros días el pivote de los equipos de fútbol (Las Palmas-Tenerife, Madrid-Barcelona) o los partidos políticos (derecha-izquierda, demócratas-republicanos, socialistas-conservadores, arriba-abajo), siempre indica que la dinámica grupal tiende a polarizarse y antagonizarse.

El sistema bipartidista, por formalidad constitucional, o por tendencia social, favorece la aparición de coaliciones, normalmente antagónicas, y genera una discriminación positiva de las minorías. Uno alcanza la gobernabilidad y el otro lidera la oposición, siguiendo la naturaleza de lo que expusimos anteriormente. Con ello se consigue excluir los extremos (que no siempre, y menos hoy, coinciden con los extremismos), y se genera cierta estabilidad.

Evidentemente, es antidemocrático, pero no queda otra, salvo una anarquía en la que todos tengan algo que decir. Los mass media los dominan mayormente quienes gobiernan, y la opinión pública es, en consecuencia, reconducida, y si existe un equilibrio pacífico, se produce naturalmente la alternancia. Si no es una situación pacífica y la miseria acecha, se produce el caos y el camino al dictador.

A partir de ahí se sucede, en tiempos de paz, la coalición política, con pactos entre partidos políticos de ideas más o menos análogas, para gobernar. Y si no son muy análogas, tratándose de ideologías moderadas, también ocurre. Es la famosa Grosse Koalition alemana, lo que nunca ha sido posible en España porque los ánimos son más mediterráneos.

Si nos remontamos a la República de Weimar, de 1919 a 1933, donde el panorama político europeo hacía sus pinitos, veamos que la cosa empezó con una Grosse Koalition entre el Partido Socialdemócrata, el Partido del Centro Católico y los dos partidos liberales, permaneciendo en el poder desde 1923 hasta 1930, siendo que en el último tramo se unieron más partidos para oponer un ‘cordón sanitario’ a los partidos radicales, el Comunista y el Nazi. Rota la coalición en 1930, por cuestiones económicas en una población arruinada por la crisis mundial de 1929 (se quiso aumentar la seguridad social a los depauperados trabajadores), el camino histórico llegó a 1933, cuando los comunistas pretendían llegar militarmente al poder, y se adelantaron los fascistas, cargados de más moral y entusiasmo guerrero. El Teorema de Arrow actuó con toda su contundencia y ganó el dictador, primero formalmente, aupado por Paul von Hindenburg, y luego, con el instrumento de la Ley Habilitante conseguido democráticamente con un liderazgo del 43,91% del voto popular para el Partido Nazi, éste se apoderó del estado, y tal y como prevé el Teorema, pasó lo que pasó.

España arranca, como país más antiguo que el germano, desde más atrás. Práxedes Mateo Sagasta logró ser nombrado en siete ocasiones presidente del Consejo de Ministros de España, en base a un pacto de turnismo. Se turnaba con Cánovas del Castillo, líderes ambos del Partido Liberal Conservador y del Partido Liberal-Fusionista. Cuando, en 1885, falleció el rey Alfonso XII, en aquellos aciagos años, el miedo a la guerra y el desorden era grande, de forma que ante la esposa de Alfonso XII, María Cristina de Habsburgo, embarazada e inexperta, se generó un miedo a que vinieran los republicanos o los adversarios de los borbones, los carlistas. Así se pusieron de acuerdo los dos políticos que iniciaron un bipartidismo todavía recordado.

Con la llegada, en 1982, del PSOE al poder, se reinició un nuevo periodo de bipartidismo que, después de varias vicisitudes, en una democracia que dura ya más que el periodo histórico de Franco, entró hace un par de legislaturas en una etapa de crisis. No es peculiar solo de España, pues la fragmentación ocurre en todos los países europeos, siendo menos acusado el efecto en países donde la constitución protege el bipartidismo, como en Francia. Desde 2015 y 2019, surgieron Podemos (ahora Sumar), Ciudadanos (ahora desaparecido) y más tarde, Vox, nacidos de la indignación y de la crisis, pero que se han convertido en significativos para otra tensión que se ha añadido al puzle, que es la de los nacionalismos rupturistas, también nacidos de la crisis económica e ideológica.

Sin embargo, han llegado a la política dos nuevos grandes temas decisorios. El sexo y la inmigración, a los que se añade el mantra del calentamiento (que lo mismo se troca en enfriamiento, según se decida por las organizaciones internacionales, dominadas por lobbies). Estos temas son muy viscerales. Y no son propios de España, sino de la globalización planetaria.

Pablo Iglesias o su sucedáneo, Yolanda Díaz, o Pedro Sánchez, han encontrado en el feminismo y la gestión del placer y el género, un mecanismo de proposición de «nuevo sujeto histórico» (Iglesias sacó esto del filósofo marxista Laclau y de la moda del ‘Me Too’ o el ‘Black Live Matters’ norteamericano, que exporta sus victimismos como exporta la Coca Cola y Windows).

Por otra parte, la derecha ve que las derivas poblacionales amenazan la seguridad y la paz ciudadana, y tira hacia el estatalismo, incluyendo el aplastamiento de las micropatrias que hacen más débiles a los estados nacionales.

Así deviene el etnofaulismo, la desvalorización de etnias a través de gentilicios xenófobos, como una forma de ordenación del egoísmo y la identidad, tanto a favor como en contra (el uso de un etnónimo peyorativo, como gitano, gabacho, sudaca, gachupín, charnego, saca los sentimientos más tribales y ordena las dinámicas sociales). Es un fenómeno general y natural, que diferencia y excluye. También surgen sesgos de autoservicio –los éxitos son propios, los fracasos son ajenos–, prejuicios de retrospectiva –memorias falsas con exageración de predicciones–, sesgos de confirmación –se interpreta la información para adaptarla a ideas preconcebidas–, y del melting pot de todas estas emociones de psicología social robotizadas, sale el ciudadano que vota. La vieja Völkerpsychologie o psicología de los pueblos, propuesta por Wilhelm Wundt desde 1879, nos da muchas explicaciones, que son difíciles de creer para un humanista, sobre el comportamiento de los individuos en los grupos.

Hasta ahora, España es un pueblo en paz, con equilibrios gráciles gracias a los tiempos de abundancia y libertad. Si la libertad es cercenada, por izquierdas o por derechas, desde arriba o desde abajo, y la crisis internacional, del dinero y de las migraciones, logra desequilibrar el panorama, fijémonos en la República de Weimar y su final, porque el ‘Teorema de Imposibilidad’ de Arrow no falla.

Suscríbete para seguir leyendo

TEMAS