Opinión | Retiro lo escrito

La catástrofe identitaria

El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump.

El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump. / Reuters

Yo no creo que lo que se llama polarización sea el fruto de un renacer del interés por la política en España, en Estados Unidos o en Brasil. Más bien ocurre lo contrario. El modelo actual (democracias parlamentarias, Estado de Bienestar, consumo exponencial del ocio) no solo está en crisis hace lustros, sino que parece haber cerrado su horizonte de posibilidades transformadoras. Ningún programa político garantiza la recuperación del bienestar para las clases medias, la salvaguarda de las libertades públicas, la eliminación de la pobreza y la exclusión social, la limitación efectiva del cambio climático, una gobernanza democrática de la revolución tecnológica informacional en marcha. Ninguno. La gente descree de la política como mercado electoral donde se elige supuestamente (racionalmente) el mejor producto, porque todos los productos saben igual y el mercado ya es un circo y los significados payasos que tropiezan y caen y vuelven a tropezar constantemente. Cuando ya nadie cree en ningún cambio, cuando las reformas devienen inverosímiles, cuando se extiende la percepción de que esto no hay quien lo remedie queda una opción. Ya no se trata de militar en un partido, en una ideología, en un proyecto colectivo. Se milita en una identidad, como explica Ezra Klein en Por qué estamos polarizados. Se milita en una identidad inmediata y sencilla –soy patriota, soy canario, soy mujer, soy homosexual, soy vegano, soy hetero, soy animalista, soy gordo, soy negro, soy blanco y cristiano, soy cojo– y dicha identidad no solo es el alfa y omega de la personalidad del individuo, sino el único criterio de validación de cualquier opción política, de cualquier partido o cualquier dirigente político.

Los votantes de Donald Trump lo votan solo secundariamente por sus tramposas propuestas económicas: lo votan, sobre todo, porque creen que es como ellos o viceversa. El verdadero programa del multimillonario son los prejuicios compartidos con su electorado real y potencial. Según sus seguidores Trump es como ellos, es decir, valora el trabajo duro y una comunidad coherente, así que les parece admisible que insulte a los emigrantes y proponga levantar muros fronterizos. Trump, como ellos, detesta a los vividores que se arrastran gracias a los subsidios públicos; por eso mismo entienden y apoyan que elimine esas ayudas y amplíe privilegios fiscales a los ricos, que así consumen e invierten más en beneficio de todos. Trump es zafio, malicioso y grosero, como ellos. Trump es un triunfador, encarnación de ese triunfo inapelable por el que ellos trabajan, y ya está bien de pedigüeños, de socialistas, de comunistas, de lunáticos comealfalfa que quieren hundir el país. Trump es un patriota, como nosotros que lloramos al izar la bandera cada mañana en nuestros porches, pero no manda a nuestros hijos a morir a lejanos desiertos o pútridas selvas, como no mandaría a los suyos. Ese vínculo de identidad es el que explora el trumpismo intensa y sistemáticamente. Adoran a Trump no por lo que hace, sino por lo que creen que es: una versión mitificada de ellos mismos.

La mayoría, por supuesto, no participa en este festival de identidades. Pero sí lo hacen amplias minorías que son las que terminan movilizadas electoralmente por una exacerbación identitaria. La identidad como refugio. De manera suicida muchas izquierdas han promovido el identitarismo como la última Tule del progresismo. Las izquierdas han conseguido logros y amplios apoyos sociales, en cambio, cuando han mantenido las causas transversales sin las cuales no se puede articular e impulsar un proyecto político: el trabajo, la salud, la educación, la dependencia, la ciencia y la tecnología, las libertades públicas, a justicia social. La fragmentación de identidades no solo estimula la polarización: debilita cualquier proyecto de reforma y cambio social a favor de las mayorías.

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