Opinión | Artículo Indeterminado

Ana Martín-Coello

Mi holandés favorito

Mi holandés favorito

Mi holandés favorito

La primera vez que lo vi yo tenía diecisiete años y, como es normal a esa edad, la cabeza absolutamente a pájaros y la necesidad de dar mi opinión sobre cualquier cosa que sucediera en el mundo, mejor si era a voz en cuello, no fuera a ser que se quedara algún paisano sin oírme.

No puedo olvidarme de ese encuentro porque, en el bullicio que formábamos su hija y, especialmente, su mujer y yo, habladoras irredentas, su presencia, al fondo de la casa familiar, era como un oasis, como un espacio zen, antes de que lo zen estuviera de moda y todos supiéramos lo que era.

Él estaba allí, concentrado, frente a un mueble que había construido con sus propias manos, ajeno a nuestro ruido, mirando fijamente a la televisión. Solo que la televisión estaba apagada y, sin saberlo, Sjors me estaba regalando el instante más rotundamente poético de mi adolescencia. Pero eso lo descubrí muchos años después.

En aquel momento, a su hija mayor y a mí nos entró la risa floja y él también rió, porque nos comprendía bastante más de lo que nosotras mismas nos entendíamos, sumergidas como estábamos en esa piscina sin fondo de la primera juventud.

Sjors era, es, –siempre va a ser– Korstiaan Jacob Kegel.

Durante un breve tiempo fue, para mí, el padre de mis amigas más nobles, Johanna y Grettel. Y del aventurero Korstiaan. Y el marido de la recordadísima Carmen Rosa Zamora, una mujer arrolladora y vital que tanto dio a la música y la cultura de mi ciudad y mi isla.

Pero, enseguida, se convirtió en mi holandés favorito. No le puse yo el título, se autocoronó él, un día en que me llamó, con su cerradísimo acento, para decirme que se había puesto contentísimo al leerme en el periódico. Nada más descolgar el teléfono escuché: «¿Sabes quién soy? Tu holandés favorito». Como si hubiera alguna remota posibilidad de confundirse al oírlo. Esa llamada sorpresa me alegró una mañana que no se presentaba muy divertida y ahí descubrí que, si estaba cómodo con su interlocutor, podía llegar a ser un conversador inagotable. Habitaban en él tantas cosas distintas, aparentemente contradictorias y sorprendentes, todas buenas, que una nunca podía cansarse de estar en su presencia.

Sjors el amante de la naturaleza. Sjors el nostálgico de los paisajes de su país. Sjors el Neptuno, posando, generoso, en las fotos para contribuir a la expresión artística de su hija. Sjors el orgulloso padre de la novia. Sjors el vecino al que querían en todas y cada una de las tiendas de su barrio. Sjors el actor. Sjors el abuelo, opa, con cara de abuelo, cuerpo de abuelo y amor de abuelo, enseñando a sus nietos sin pompa ni estridencias.

Todos esos papeles, todo lo que le tocó ser y hacer en la vida, lo abordó con la misma dignidad y la misma discreción, la de un alma ajena a las tempestades, a cuyo lado siempre se aprendía, aunque no se pronunciara una palabra.

Mientras yo era feliz y vivía inadvertida de su dolor, se me fue Sjors. Se nos fue Sjors y yo estaba lejos. Ya sé que estando cerca tampoco habría podido hacer nada para que Sjors se quedara. Pero estaba lejos. Y lo sentí tanto, que, aunque hace ya unas semanas que sucedió, no dejo de pensar en la paradoja enorme que supone que un hombre tan poco dado a hacerse notar haya dejado a su alrededor un vacío tan enorme.

Tanto, que las calles del barrio y la ciudad entera van a tardar en acostumbrarse a que Sjors no las camine.

Suscríbete para seguir leyendo