Opinión | Notas de un espectador

Enviado especial a Joan Manuel Serrat

El cantautor Joan Manuel Serrat, durante su actuación en el Wizink Center de Madrid, este miércoles 7 de diciembre.

El cantautor Joan Manuel Serrat, durante su actuación en el Wizink Center de Madrid, este miércoles 7 de diciembre. / EFE

La primera vez en mi vida como periodista, ahora son los sesenta años, que me sentí como un enviado especial fue cuando el director de mi periódico de entonces, EL DÍA de Tenerife, me mandó a entrevistar a Julio Caro Baroja, sobrino del gran novelista, antropólogo, que había ido a la isla a dar una conferencia a la capital de la isla. Era en 1968, cuando el mundo se estaba preparando para los cambios que también afectaron a España. De pronto vinieron los Beatles y la minifalda, la burguesía acomodada empezó a ver rotos sus esquemas y en México, Londres y Francia se produjeron movimientos y signos que dejaron irreconocible el antiguo orden que venía de las guerras y de las dictaduras.

En ese clima vino don Julio a Tenerife. Yo era un chico desmañado, que se vestía como le daba la gana, también porque en casa no había para más. No sé de dónde sacó mi madre el dinero para una ropa nueva, pero lo cierto es que, al darse cuenta de que aquel encargo, una entrevista importante a un personaje que a ella le debió parecer excepcional, ameritaba una vestimenta a la altura de las circunstancias.

Era una chaqueta azul marino, cruzada, sobre una camisa blanca. Ella compró incluso una corbata. Con todas esas novedades recientes aparecí en la entrevista, que iba a celebrarse en el hotel donde se alojaba don Julio, el Hotel Mencey de Santa Cruz. Yo iba a preguntarle al sabio sobrino de Baroja acerca de brujerías de la historia, a raíz del libro que acababa de publicar. Me lo preparé con el ahínco exagerado con el que ahora también preparo las entrevistas, cualquiera que sea su naturaleza, y al parecer el director del periódico, Ernesto Salcedo, de los mejores que he conocido en mi vida, quedó satisfecho, porque siguió encargándome otras, hasta que un día dejé el periódico para siempre y me incorporé al diario El País. Cuarenta y seis años más tarde, lo que son las cosas, he regresado a El DÍA, que es parte del grupo Prensa Ibérica, que para mi honra me tiene acogido en esta cuesta abajo (o arriba) que supone la peligrosa veteranía.

Durante todos estos años he sido enviado especial (o parecido) a muchos eventos y a muchos personajes. Esta semana podrán leer ustedes en estos periódicos (los que tengan a bien publicarla) una larga crónica de mis viajes en pos de Gabriel García Márquez, cuarenta años después de que el niño de Aracataca recibiera en Estocolmo (tal día como ayer) el premio Nobel de Literatura. Ahí, si lo leen, verán ustedes qué hubo en esa persecución amable de uno de los grandes escritores del siglo XX, contada ahora con la melancolía que es de rigor, pues el tiempo llena la pluma de añoranzas.

En estos últimos tiempos, el primer año en Prensa Ibérica lo cumplo en enero, he recibido muchos encargos para que fuera enviado especial a sitios, cercanos o lejanos, en los que me he ocupado de hechos, sitios o personajes. Casi siempre me ha encargado esos asuntos que me han vuelto a convertir en un enviado especial el redactor jefe de Cultura de el Periódico de España, Jacobo de Arce, y muchos de esos encargos han sido publicados en otros periódicos del mismo grupo. Él debe saber ya hasta qué punto esta tarea me satisface y me llena de orgullo, pues no hay nada mejor para un periodista de 74 años y aun en activo que cumplir con un encargo, con dos y con dos mil si hace falta, y hacerlo con la ilusión de la primera vez.

En esta ocasión, el miércoles último, Jacobo me pidió, con la timidez con que ahora los redactores jefes hacen los encargos, que me ocupara del concierto con el que comenzaría Joan Manuel Serrat sus despedidas de Madrid, antes de su despedida final, definitiva, de la ciudad donde nació el Noi del Poble Sec, Barcelona, al que conocí, con Elfidio Alonso, hace mil años ante la puerta del Hotel Brujas del padre de Julio Pérez, en Santa Cruz.

Me preparé como cuando fui a ver a don Julio Caro, con la ilusión de un principiante, pero sin la ropa nueva, ni el pelo negro, ni el libro de brujería recién leído, y además sin corbata.

Hace unos meses Jacobo me hizo dos encargos sucesivos, contar cómo se despedía en Rota a Almudena Grandes, vecina muy querida de ese extraordinario lugar inglés y andaluz, y para que además contara qué pasa hoy en aquella ya vieja pista de aterrizaje (y de amerizaje) que Inglaterra tiene en nuestra costa sur. Quizá animado porque no lo habría hecho tan mal, Jacobo quiso que me fuera después a Sevilla a contar también cómo se despedía allí el Noi del Poble Sec.

En aquella ocasión me indicó que me ocupara del contexto, que indagara en el estado de ánimo del artista, en los prolegómenos del concierto, en lo que dijeran él u otros próximos en las bambalinas. Lo hice; lo pasé muy bien como periodista, indagué lo que pude, y lo seguí haciendo mientras Serrat ocupaba el escenario.

El resultado fue un trabajo que escribí mientras volvía a Madrid en un Ave, con la perspectiva de otro trabajo en Madrid. Los redactores jefes no suelen ser (no lo son, que no haya tapujos) muy proclives a ponerte nota por los trabajos entregados, pero yo mismo no debo ponerme otra nota que aquella que contrastaba con los que no cumplían el examen: no presentado. Yo me había presentado, y estaba contento con la materia entregada. Acaso porque él también sintió que podía repetir la experiencia, ahora me pidió Jacobo que fuera esta noche de miércoles a cubrir la nueva despedida, esta vez en Madrid, de Joan Manuel Serrat.

Ya dije cómo fui vestido. Tomé notas como un becario, a la mitad del concierto seguí escuchándolo mientras tecleaba lo que iba oyendo, y poco a poco me fui envolviendo en el espíritu del concierto para aplicarlo al sentimiento de la escritura. Un vigilante llegó en un momento álgido de mi afán para saber si yo tenía permiso para escribir en un ordenador en la barra del bar. No sé qué le dije, pero sé que le mostré mi carnet de periodista.

Envié la crónica feliz por lo que había escuchado: el mejor concierto de Serrat, el más bello, el más sentido, que le escuché jamás. A mi crónica ya le pondrán ustedes nota, si es que se imponen leerla en este o en otros diarios del grupo, o en las efímeras webs que han hecho del papel una materia de añoranzas. Hubo en esa crónica ahora ya tan vieja como el periódico de esta mañana imperfecciones debidas a mi precipitación (y a las urgencias de la entrega, si se me permite esta innecesaria disculpa conmiserativa), así que le pedí a mi jefa Nekane Chamorro que restituyera, por ejemplo, la verdadera edad de Serrat así como el color de su camisa, que no era negro sino marrón.

A veces duermo mal pensando en cuántos errores incurrí. Me pasa con estos artículos, en seguida que los entrego, y luego llamo a uno de mis altos jefes, Paco Orsini, para que restituya en lo posible la fiabilidad que me hace fintas. Pero esta vez dormí bien, más allá del amanecer. Debió ser por la melatonina. Le brindo a don Julio Caro, y a mi madre, y a Salcedo, tantos años después, este nuevo momento feliz como enviado especial a un personaje como aquel al que encontré entrando en el Hotel Brujas y al que ahora miro como un amigo admirado y como una de las voces, y los corazones, más queridas de mi vida.

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