Su madre lo trajo al mundo en el Realejo y ya desde pequeño se significó como un chiquillo inquieto, ruinito, si se quiere, y «hasta temerario», como él mismo reconoce, echándose ahora las manos a la cabeza, ya pasados los años. 

Jesús González cursó sus primeras letras en el Puerto de la Cruz, creció asomado al boom turístico y consciente del tránsito político y social que llegaba con la marea democrática, rock incluido. Lo cierto es que aunque sus padres regentaban un restaurante, aquel mundo no lo atraía en absoluto, es más, lo rechazaba, quizá porque era el lugar donde lo enviaban a cumplir los castigos derivados de su espíritu inconformista. Con todo, trabajó en la cocina del San Amaro, pero ya en su interior latía la necesidad de descubrir y experimentar cosas nuevas, «sentía que algo me faltaba», dice, y fue así como un buen día decidió emigrar, rumbo a Alemania, con la intención de aprender idiomas.

Su destino fue Solingen, una pequeña localidad entre Colonia y Düsseldorf, donde pasó cuatro años de su vida. «Llegué allá por un mes de septiembre y al principio fue muy duro; no paraba de llover y oscurecía a las cuatro de la tarde». Para un isleño, aquello era el mundo al revés, pero finalmente se adaptó –tal es la condición humana– y, paradójicamente, se arremangó en la cocina de un local propiedad de un matrimonio. Fue entonces cuando sintió el gusanillo que desprenden los fogones. «Aquello empezó a gustarme», sostiene, y le encontró una explicación a los tiempos, a las estaciones, desde la época de la cocina de caza al momento de las setas. Cuando se despidió de aquella etapa, lo hizo con un compromiso y una ilusión: invitar al matrimonio alemán a disfrutar de su restaurante en Tenerife, una promesa que cumplió.

De regreso a la Isla, Jesús se enroló en la cocina del restaurante La Riviera, por entonces un referente en la capital santacrucera, junto a Carmen, su mujer, que oficiaba en el servicio de sala, «nueve meses de intenso trabajo», recuerda.

Desde ahí dio el salto a su hábitat natural, el norte de la Isla, al restaurante Mimosas, ubicado en el Puerto de la Cruz, en una calle sin salida y un lugar que mucha gente consideraba un club privado, donde estuvo dos años.

Pero la verdadera identidad de Jesús como cocinero se alumbró en un espacio mítico, El Duende.

Fue en 1995, coincidiendo con la revolución gastronómica abanderada por Ferran Adrià, cuando asume su verdadera identidad, la seña que lo ha definido: la actualización de la cocina canaria. Con Carmen, su mujer, en sala y su cuñado Pedro Rodríguez Dios en el capítulo dulce dio vida al restaurante El Duende, todo un hito en la gastronomía canaria. «Trabajamos con mucha pasión», afirma, despreocupados de los halagos y centrados en disfrutar, en la idea de que los platos que creaban nunca podían ser peores que el original, al que guardaban un profundo respeto. Así surgieron la espuma de papas con costillas, el mosaico de tomate con la tafeña, la actualización de la ropa vieja de gallina, la royal de conejo en salmorejo, la crema de papas con tollos… «Repasamos casi todo el recetario canario», subraya Jesús, quien destaca la importancia de que todos aquellos platos sabían a lo que tenían que saber. «Hice lo que verdaderamente me apetecía, de forma casual, y también de una manera temeraria».

Recuerda que Ferran Adrià llegó a afirmar en su momento que la cocina de El Duende se merecía lucir dos estrellas Michelin, pero ese sueño nunca cristalizó. Por el contrario, la crisis se cebó con este proyecto creativo. «Nunca se me pasó por la cabeza cerrar», confiesa Jesús, hasta que la tozuda realidad lo obligó a tomar la drástica decisión de echar la persiana.

Con todo, lejos de caer en la melancolía, a las dos semanas ya había encontrado acomodo en un nuevo proyecto: el restaurante Bogey, en el hotel Las Madrigueras, un resort en Playa de Las Américas, refugio para su talento. «No me fue difícil por la experiencia que traía de Alemania», dice. Desde entonces, allí combina los menús para el cliente extranjero, clientes de golf, con sus propuestas de cocina canaria. «Hago lo que me gusta», confiesa.  

Y subido a lomos de su moto disfruta de la pasión de la libertad, ajeno al mundo.