Campaña de estío XVI

Churros con chocolate frente a una urna vacía

El domingo es el fin del curso político y hay quien entre la playa y la desconexión del verano sigue pensando a quién votará

Relatos de campaña, una entrega diaria sobre las elecciones generales del 23 de julio.

Relatos de campaña, una entrega diaria sobre las elecciones generales del 23 de julio. / Adae Santana

Un desayuno de fin de semana merece, a pesar de las temperaturas, unos churros con chocolate. El líquido humeante y pegajoso se va revolviendo con la masa de aceite y harina recién sacada de la freidora. El turno de primera hora ya le está dando paso al de media mañana y los monos manchados de la pintura y yeso de las obras se intercambian por las familias que han decidido dar un paseo y aprovechar los últimos días de las rebajas. Hay calma. Tanta que ni se escucha la tragaperras que hay en la entrada. Los camareros atienden, saludan a los conocidos y distribuyen algunas pulguitas de pata. No hay ninguna televisión que altere los ánimos alrededor y las puertas a la calle parecen ventanucos en los que mirar qué se cuece en el exterior como sumergida en una pecera. Los tazones devuelven la mirada y se alterna la vista al vacío de azúcar con las pantallas del móvil, la hojeada a la prensa y el escrutinio a quien encuentra en los compañeros de mesa una distracción. Quedan menos de 24 horas para echar la papeleta a la urna, y más allá de la vorágine de los medios de comunicación y las trastiendas de los partidos políticos, a nadie le apetece hablar de estas elecciones generales.

"Yo ya voté, hace muchos años que solicito desde el primer día el voto por correo y me desconecto de esa quincena de campaña, ¡que me envenena toda!", suelta Mercedes, que en vez de dar apellidos se autodenomina "jubilada". Con 70 años, se pone rápidamente en pie y muestra su flexibilidad alzando la pierna subida a la acera como una bailarina dispuesta a estrenar la más importante de sus obras. Aparte de comer mucha fruta y verdura, evita las frituras, "aunque lo de hoy es un capricho que me doy de tiempo en tiempo", señalando los restos de la comida, porque hay un momento en el que "una empieza a pensar en la vejez". De todas formas, piensa seguir los pasos de su madre que, con 95 años, "bebe y fuma, y está la mar de bien", así se justifican unos pequeños e inofensivos vicios que con moderación mantienen con buena salud el motor. Da algunas pistas sobre cuál será su voto, como que le importa la mejoría de la isla, pero este previa ha de servir para ausentarse de las vicisitudes cotidianas y contemplar qué futuro se desea dadas las circunstancias sin ningún tipo de influencia. Hay un perro que se cuela y va olisqueando los pies de los visitantes de la churrería Montesol —antiguamente cafetería Brasilia—, y la clienta habla con Soraya, "¡azúcar moreno!", una de las encargadas de regentar el negocio, paga la factura y listo, "¡hasta otra!", que para ella este fin de semana no existe. Frente a mí, una niña intenta no quemarse ni manchar su vestido de flores. Como en una encrucijada, las tres edades formamos una L en esta cuadrícula. Ella está distraída y mi interlocutora también, ambas en los extremos de la adultez, dejándome a mí el rol en el cual he de velar por ellas. Supongo que así se construye la comunidad.

Vueltas a la papeleta

En los altavoces resuena Hungry heart y me recuerda la gira del Boss, que canceló un concierto en Carolina del Norte a raíz de la aprobación de una ley homófoba... En 2014. Vuelvo al presente, donde las mesas están pegadas unas a otras en corrillos paralelos, insuficientes en la madrugada del año nuevo o en el perenigraje de vuelta al hogar de unos carnavales. En el ejercicio de no mancharse en la degustación de unos churros —que no porras, por favor—, la mecánica es simple: dos servilletas de papel para engrosar la capa protectora, predisposición de la taza bajo el buche con el fin de evitar cualquier pringue antes de volver a la oficina, soplar levemente sobre ambas superficies y mojar al gusto a la vez que se revuelve la espesa capa de chocolate. Durante los segundos que dura las vueltas de las manecillas del reloj, Lucía Barbero y Francisco del Campo terminan de planificar la escapada que harán el domingo al sur para celebrar el cumpleaños de ella. "Antes lo tenía más claro y estaba más implicada, pero ahora conecto cada cuatro años. No tengo decidido el voto, le sigo dando vueltas", comenta. En cambio, su compañero parece seguro, "estoy totalmente decidido, aunque ha sido por descarte, al final, elegimos al que consideramos menos malo de los que se presentan", añade, "no es que esté desilusionado con la política, sino que lo estoy totalmente con los políticos". En la recta final de cada legislatura se encienden los bombillos de "¡aviso, urgente!" y las campanas sobrevuelan por encima de las cabezas del electorado. Como en una especie de teletienda, cada quien intenta convencer a su público objetivo porque, al fin y al cabo, todo se trata del mayor o menor grado de márquetin publicitario que hayan empleado durante estos días para que las consignas lleguen a transformarse en escaños.

La jornada de reflexión es un invento contemporáneo del albor de la democracia española recogido en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General. En realidad, no tiene homónimos en Estados Unidos u otros países anglosajones y en América Latina hay expresiones parecidas como "silencio electoral" o "veda electoral". Dado el engranaje de los medios de comunicación, las redes sociales y su constante producción de contenido, parece casi imposible lograr un absoluto cumplimiento. Como el silencio entre los movimientos de una sinfonía, hay breves lapsos para tal cometido. Recuerdo lo que a lo largo de estas semanas me han transmitido cada una de las personas que he consultado: una mutación de la desidia invadía sus organismos. Había quien observaba el futuro con ilusión, esforzándose por dialogar, cuestionar, tratar de convencer y transmitir su ideal, pero la gran mayoría rezaba al descreimiento. Alcanzo a una madre y a su hija adolescente y se encogen de hombros, "es que a mí no me interesa nada de esto, no voy a votar ni ella tampoco, que es menor", "¿para qué?", replica la más chica, les pregunto la razón de su desconexión y tampoco saben explicarme el motivo, así que les doy las gracias de vuelta a la rutina. ¿Para qué? Están lavadas y peinadas, brillantes después de varios días tumbadas al sol, sus platos están llenos y son capaces de extener una tarjeta de crédito sin remordimiento, y vuelvo a preguntar al aire, ¿para qué?

Antes de volver a la redacción, paso por el Venegas. ¿Qué opinará Jasmine, que siempre lleva un cascabel de plata engarzado a su sonrisa? "Tengo mi voto decidido, en base un poco a lo que he ido escuchando estos días, aunque no he seguido el último minuto ni mucho menos, aunque sí que creo que es necesario ir mañana por cómo están las cosas", dice. Suelta algún exabrupto que me encantaría repetir en estas líneas. No perdemos el hilo de la conversación cuando extiende el brazo para alcanzar el bocadillo que le ha pedido la mesa de atrás. Damos tumbos, hay vacilaciones, y no llegamos a ninguna conclusión por la reserva que tenemos para no contrariar a la otra. Es normal, no nos conocemos lo suficiente como para ser vehementes en nuestros argumentos. El verano sigue y mañana hay convocadas 37 millones de personas a lo largo y ancho del territorio. Irán poco más de la mitad, según las estadísticas, y sigo sin saber si esto habrá servido de algo. ¿Para qué?, ¿para quién?