La eterna lista de espera

Medimos el tiempo por dolencias y recuperaciones, medicamentos o terapias, y largas horas de espera

La eterna lista de espera

La eterna lista de espera / Carla Rivero

Hace calor. Tanto calor. Me derrito caminando por la calle. No hay sombra amiga. No hay agua, no tengo gafas de sol, ni crema ni pañuelo, ¡yo qué te ha hecho! Mis pasos siguen las indicaciones de un vecino de gafas redondas, boina gris, tirantes y camisa a cuadros, que con un bastón me señalaba este derrotero tortuoso. Debía ir «todo rectito, rectito, pasa las obras y rectito», repito «rectito» como un mantra para aguantar la travesía por el desierto de hormigón y asfalto. ¿Exagerada? Bastante. Solo pienso en que pude ser presa de mi imaginación voraz al dotarlo del bastón ahora que lo describo, pero hubo un sincero intento por suplir las funciones del Google Maps y yo, sinceramente, lo agradezco. Que estoy sin batería.

Por fin, encuentro el Centro de Salud de El Puerto, donde las corrientes de aire atraviesan la entrada. Las puertas y las ventanas están abiertas de par en par y la fila de sillas que está delante de los mostradores son de repente una hamaca tendida bajo una palmera. Qué delicia. Qué disfrute. Tengo todas las papeletas para un resfriado de campeonato entre los sudores que recorren mi espalda y el viento frío que agita los informes de mis acompañantes. ¡Al diablo! La estancia se ilumina con un jardín interior cuyo verdor trepa hacia el cielo y los pacientes se saludan unos a otros con familiaridad y alegría, alejados de la enfermedad por unos instantes. «¿Cuánto hace que no te veo?», le dice una a otra, «¡oh!, por lo menos, desde que me operé la rodilla». El cronómetro de las dolencias corporales sirve para medir con fino acierto los acontecimientos de la vida. Una usuaria anota con un bolígrafo las actualizaciones de su estado de salud porque más vale papel en mano que cientos de datos (pululando por el sistema).

Carmen tiene una mañana tranquila en Urgencias. Está en el mostrador y va indicando las consultas que hay distribuidas en las dos plantas del edificio, saluda al compañero de seguridad, y comprueba que todo siga en orden. Todavía mantiene la mascarilla y no acierto a descubrir cuál es la expresión de su rostro, aunque la viveza de sus ojos transmiten alegría cuando cuenta que está esperando a las notas de corte para saber si su hija entrará a Traducción e Interpretación o, como segunda opción, Lenguas Modernas, «¡o periodismo!». Recapacitemos. «Con el trabajo y todo esto apenas me ha dado tiempo a pensar en ninguna votación, pero sí, claro que iré, y ella votará por segunda vez, que acaba de cumplir los 18 años. Está concienciada de que hay que ir a votar», anima con tono jovial. Como si la Virgen del Carmen de La Isleta pudiera conceder algún milagro, solo pide que los representantes políticos se dediquen a cumplir el mandato del pueblo, «que recojan a la gente que está en la calle, por ejemplo, que tenemos a muchos de ellos por aquí y también a inmigrantes».

No pide para sí misma o cuestiones inalcanzables, solo pide más tiempo, más recursos, y da gracias del equipo que tiene para aguantar el embate sanitario que ha habido durante el período de la pandemia. «Necesitamos más ayuda, de todo tipo, política, de gestión, ¡estamos sin ascensor!», atiende rápido a una muchacha, y pide apoyo, por ejemplo, para la dirección del centro que lleva este tiempo. «Tres años, que es lo que lleva, es poco tiempo para todo lo que hay que hacer», subraya cuando le cuestiono. Poco tiempo.

En unos asientos más allá descubro que una tarde el señor García recibió una llamada que solucionaría sus pesares. Era un número fijo, ¿quién llama ya desde un aparato con prefijo?, titubeó, y al otro lado había una voz que le daba cita para la revisión de su testículo dado que, como recogía su historial, uno de ellos le había sido extirpado a raíz de una operación que había salido con éxito. Pero Delia sabía que se habían equivocado. Su esposa está esperando a que le atiendan en este ambulatorio y, lejos de ser una chanza, hay completa perplejidad en el rostro. ¡Quieta!, mantengo impertérrita la comisura del labio. «Mi marido tuvo un infarto hace seis años y tiene dos stent —una especie de prótesis que sirve para recuperar y facilitar la circulación de la arteria—, ¡y encima lo confunden! Con la cefalea que tiene se ha tenido que coger la baja porque trabaja en el Puerto, con todas las cargas que mueven, ¡no puede!», añade perpleja. En su caso, una cardiopatía genética le hizo optar por la sanidad privada. «Me siento más segura», más si logra acudir a todos los especialistas en un mes. «No puedes tener un médico solo para atender a 100 personas, ¿tú sabes lo que es estar a tantas cosas? Hay mucho desentendimiento». Los pendientes golpean su tez morena al negar con desaprobación lo que ocurre, y se va, que ahora sí le toca la consulta a ellos.

Carmen acarrea una silla con una mujer que acaba de llegar en la ambulancia mientras Héctor López y Hugo Marrero intentan captar nuevos socios para la Asociación Española Contra el Cáncer. Aceptan que los esquiven con deportividad y concuerdan en una máxima: «Si no vas a votar, no tienes derecho a quejarte». A sus 40 y 18 años coinciden en un asunto del que, por fin, se habla sin tabúes: la salud mental. «Pondría los 400 euros de bono cultural al mejor acceso de un psicólogo, de verdad, o a la prevención del cáncer», asegura el novel, «mis amigos no tienen ese problema, pero sí que hay gente que ya por tu apariencia física se meten y, luego, vas y tardan o te mandan pastillas».

Él nunca ha ido, y su compañero tampoco, a pesar de haber sufrido una baja por depresión durante año y medio. «Un médico de cabecera no es capaz de valorar hasta qué punto necesitas ese apoyo y, en mi caso, lo superé gracias a mi familia, a que tenía que centrarme en mi hija y, sobre todo, a que dejé el trabajo de antes por que me generaba esa situación. Aprendes que aunque ganes menos dinero vives más tranquilo... Podría haber tenido un desenlace bien distinto». Once personas al día se suicidan en España, según las estadísticas de 2022. El fuego permanece en el exterior. Podría sentarme aquí durante horas y nadie me diría nada.

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