Campaña de estío

Cuando queríamos ocupar el mismo columpio

Las clases han acabado y el verano significa para los más pequeños de la casa correr por el césped de los parques

Relatos de campaña, una entrega diaria sobre las elecciones generales del 23 de julio.

Relatos de campaña, una entrega diaria sobre las elecciones generales del 23 de julio. / Adae Santana

Érase una vez una niña que quería ir al parque de los mayores. Con una férula en su dedo índice, parecía que la suerte la observaba de reojo al negarle deslizarse por los toboganes de lenguas largas y refulgentes bajo el sol que estaban en el patio colindante. Valentina, que no quería escuchar a su madre cada vez que la amenazaba con volver a casa si se atrevía a cruzar el límite entre el cuadrilátero infantil con el de los menos pequeños, lo intentaba una y otra vez, corría y la cogían en volandas antes de atravesar la valla de colorines, dejaba caer su peluche de Mickey Mouse como señal de protesta, y repetía las andanzas, hasta que encontró a Laia. 

Dos niñas, triunfantes, tiraban a través de un invisible hilo de la atención de sus madres que, como gallinas que agitan sus alas espantando los peligros, persiguen a sus polluelos intentando evitar que la vida las arrolle aún cuando no hay más remedio que dejarlas llorar si caen. Una tiene tres años, la otra, uno y medio, tan diminutas que caben en la caseta de madera de plástico, donde, sin que las hayan podido detener, meten sus manos en la tartaleta para devorar un sándwich, ¿de qué? De hummus o paté, dice Cathaysa, mientras Dafne intenta quitárselo de las manos. 

Una es técnica de laboratorio y la otra crupier del Casino, y lo primero que han hecho en este día libre es coger el carrito y rellenar las mochilas de vitualla para este respiro a la contienda laboral. Podrían haber ido a la cafetería que hay frente al complejo deportivo, desde donde algunos observan distraídamente a los chiquillos que están correteando en el campus de verano cercados por una rejilla metálica, o podrían haber ido a las gradas del campo de fútbol si tuvieran suficiente edad. Pero prefieren ir tras sus pasos, advertirles, «por ahí no», animarlas, «¡muy bien!», cantar canciones, todo con tal de darles un recuerdo. 

La estampa verdosa del parque de Las Rehoyas se aviva en una mañana calurosa. La calima ha dejado el polvo sobre el pavimento y los flamboyanes ahuecan sus largas sombras adornados por flores carmesíes para acoger a los transeúntes que se sientan en los bancos o se limpian el sudor de la frente en el descanso del paseo matutino. A un lado, los ceiba, algo cenicientos, permanecen quietos entre los balancines y los elefantes azules que surgen del caucho. «Una cosa es lo que dicen y otra lo que hacen», dicen refiriéndose a la campaña de las elecciones generales que asoma el hocico a la vuelta del calendario. Irán a votar, por supuesto, «con la misma en blanco o a uno pequeño que no se va a llevar nada», asiente Cathaysa con sus ojillos azules, aunque no entienda muy bien por qué ahora y no más tarde.

En las autonómicas y municipales del 28 de mayo no pudo dejar a su hija con nadie, así que la nena fue quien puso la papeleta en la urna con su manita de diez centímetros. «Ojalá que cambiaran el tema de las guarderías pública», comenta al respecto de lo que espera a la vuelta de las vacaciones del futuro ejecutivo, «en mi caso, que me quedé sin plaza, tuve que ponerla en la privada». Dafne encontró la mejor opción en Tamaraceite, un barrio periférico que le queda demasiado lejos de su domicilio y, sobre todo, del hogar de los abuelos, guardia pretoriana siempre lista, ya sea recoger al mediodía o acudir en su busca si ha pasado cualquier emergencia, al ella estar en el trabajo. «Tienes que apoyarte en la familia, si no, ¿dónde la dejo? Lo único es cuando tienes un día libre y te la traes al parque, ya está». 

La conciliación familiar tropieza con los cantos del día a día. La red está sustentada por la colaboración de sus parejas, familia más cercana e incluso amistades, a falta de un oasis temporal en el que coincidan sus vacaciones con las de sus hijas. «Pasa también con los campamentos. A los que no tienen cuatro años es casi imposible que te los recojan, de hecho, he tenido que seguir pagando la guardería, ¿qué haces en verano con los niños, te los comes?», ríe Cathaysa con el entrecejo fruncido. A pesar de contar con más de una decena de opciones públicas y privadas en la capital grancanaria, no es suficiente para las más de veinticinco mil personas en edad infantil que registra el Instituto Nacional de Estadística.  

Las costumbres

Dafne menciona el nuevo permiso parental de ocho semanas que aprobó in extremis el Gobierno socialista antes de la disolución de las Cortes, por el que podrá disfrutarse de forma continua o discontinua, a tiempo completo o parcial, de este período hasta que el menor cumpla 8 años. ¡Alto!, hay letra pequeña: no será retribuido. El secretario de Estado de Empleo, Joaquín Pérez, defendía que habría de ser pagado, tal y como recoge la directiva europea que desarrolla, pero la buena voluntad predica en el desierto. «Me parece una idea estupenda, eso sí que me gusta», añade, «y no me los voy a pedir porque tengo que cobrar». Descontarse un día del sueldo es un lujo que va por clases sociales.  

A la salida de los jardines de la ciudad se alza una pared de cemento. Las grúas intentan construir a contrarreloj las 300 casas del Plan de Reposición Rehoyas-Arapile, pero el crujido del tiovivo hace que vire la cabeza. El abuelo gira el armazón de hierro para que su nieta se maree dentro, y otro dúo de mayores incombustibles sigue los saltos de su querubín, «es un culo inquieto». Al principio prefieren no decir nada, son extranjeros, se excusan, bueno, ¿de dónde vienen? De Venezuela. Hace un lustro que están aquí, «ay, mi amor, no te imaginas, estamos tan rey aquí», «lo importante es que mis hijos trabajen, tengan comida, haya asistencia social y sanidad, ya las nuevas generaciones irán creciendo y adaptándose al nuevo sistema y, como me inculcó mi mamá y yo les inculqué a mis hijos, ellos ahora les inculcarán a ella las costumbres que necesita». 

Otra pareja aparece con un triciclo. La niña que pedalea sin esfuerzos da cloquíos de alegría y la mujer guía sus manos en su intento por caminar sobre dos piernas. ¿Por qué se empeña en correr? ¿A dónde irá tan deprisa que tropieza con sus propios pies? Su sueño todavía es llegar y nunca abandonar el parque.

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