Retrato en la pared

El viaje de la memoria

Colgados en la pared resisten las viejas fotos en blanco y negro de los abuelos, padres y tíos que se fueron a la guerra

Esta es la historia de tres canarios que lucharon en el bando de Franco, obligados o por convicción

Unos jamás volvieron y otros regresaron, pero ya no fueron los mismos

Reproducimos el inicio de la novela coral de la periodista Concha de Ganzo que la editorial LeCanarien publicará en los próximos meses

Imagen familias esperando entrar en la cárcel de Ondarreta.

Imagen familias esperando entrar en la cárcel de Ondarreta. / C. D. G

C.D.G

La primera vez que vio a Tomás estaba desnudo. Salía del río Jiloca, después de haberse remojado en aquellas aguas heladas y sucias. El escaso caudal llevaba tanta tierra y podredumbre que jamás imaginó que alguien se atreviera a tanta osadía. Aquel hombre flaco no podría tener más de 23 años, quizás algunos menos. Desde lejos se le podían contar todos los huesos, enumerar una a una las costillas. También se podía distinguir los ángulos forzados, nítidos, como a punto de atravesar la piel de los huesos de su cara: demacrada y triste. Sólo los ojos de un verde denso iluminaban su semblante. De un salto se agarró a la rama de un árbol y salió de aquel lodazal. Caminó despacio, como si el tiempo no importara, buscó un claro en el que alumbrara el sol, y entonces se sacudió como un perro para quitarse algo del agua que llevaba encima. Aquel gesto tan natural a ella le hizo gracia. El hombre actuaba de una manera relajada, como si a escasos metros de aquel lugar, a un lado y al otro, no esperaran agazapados y listos para matarse entre ellos el ejército de Franco y las tropas republicanas.

Sólo cuando aquel hombre desnudo levantó su uniforme del suelo Nora San José se dio cuenta que era uno de ellos. El corazón le dio un vuelco. Saltaba descontrolado, notaba sus quejidos, palpitando sin freno, asfixiado de miedo y rabia. Delante de ella, a unos pasos, estaba el enemigo. Aquel hombre que parecía tan indefenso y frágil era un fascista.

Así comienza la novela Retrato en la pared de la periodista Concha de Ganzo. Esta es la historia coral de muchos de esos retratos en la pared, los retratos de los abuelos, de las abuelas, de los padres y madres que se fueron a la guerra, que fueron arrastrados por esa contienda y que jamás volvieron. Y los que regresaron nunca volvieron a ser los de antes. Sobre el escenario de la Guerra Civil española se suceden las vidas de personajes reales como Tomás y su hermano Gregorio de Tenerife, dos pescadores que lucharon en el frente con las tropas de Franco. En Canarias la mayoría luchó en el bando de los sublevados, eso no significó que todos fueras fascistas. También lo hizo un joven zapatero de Lanzarote que pensó que debía empuñar las armas para salvar la moral cristiana, en peligro ante el empuje desbocado de los rojos. Después todo cambió. En aquel trasiego de soldados, muertos, escasez, hambre, el zapatero se dio cuenta que su decisión no había sido la más acertada. En los campos de batalla no existían buenos y malos, ni rojos ni azules, solo vio y rezó por todos los cadáveres sin nombre.

En este engranaje, en este puzle de personajes que van conformando la novela hay cabida para un triángulo amoroso, protagonizado por una maestra vasca socialista, un canario del Puertito de Güímar, y un joven republicano de Valencia. A través de esta sucesión de relatos se asiste a la vida cotidiana de una familia franquista, un soldado que se niega a formar parte de un pelotón de fusilamiento y los otros. Todos aquellos pobres de solemnidad que antes y después de la guerra siguieron sufriendo. Sobre todo, las mujeres. Las madres, esposas y hermanas del bando de los vencidos.

Los hermanos Díaz Bethencourt

Julián Díaz Marrero y Celia Bethencourt García llegaron a tener 13 hijos. Las enfermedades y seguramente las carencias de aquellos años acabaron por dejar a la pareja con sólo nueve. El mayor era Tomás. Y Tomás se encargó del cuidado de todos, de vigilarlos, de procurar que aquella casa siguiera funcionando y de ayudar a sus padres en lo que podía.

Julián Díaz y su mujer Celia vivían en el Puertito de Güímar en una casa pequeña, una casa pintada de blanco de esas que están tan cerca de la playa que, por las noches, cuando la marea sube, es fácil escuchar el batir de las olas debajo de la ventana.

Julián salía a pescar con una chalana mínima y Celia lo esperaba en la playa para recoger el pescado y salir corriendo a venderlo por los pueblos vecinos. Poco a poco a esta intensa tarea se fueron sumando sus hijas, mientras los chicos ayudaban al padre o trataban de encontrar otros trabajos en las fincas de los grandes señores del Valle.

En 1936 triunfa el alzamiento nacional en Canarias y son muchos los canarios que tienen que subirse a un barco abarrotado y salir rumbo a un lugar desconocido de la Península.

Tomás Díaz Bethencourt fue el primero en marcharse: «Una mañana, una patrulla de militares pasó por su casa y se lo llevó. Su madre se había quedado muy mal con su marcha. Tomás no ha dejado de verla, de imaginar, una y otra vez, aquella imagen borrosa: en medio de la calle, vestida de negro, encogida, con una mano sobre la boca, tal vez tratando de impedir que saliera el grito desesperado que la mataba por dentro. Así se quedó Celia, hasta que el camión se perdió. Dejó de verse. Atrapado en la nada».

Meses después vendrían por Goyito. Por eso Tomás insistía en escribir a sus padres, cartas inventadas en las que contaba que estaba bien. Aunque no fuera verdad.

Goyito apenas había cumplido 18 años y tuvo que marcharse a la guerra. Para Goyito subirse a aquel barco que lo llevaba a la Península sólo fue la oportunidad que le daba la vida de reencontrarse con Tomás. Eso pensó, y por eso durante todo el conflicto intentó salir adelante sin disparar un tiro. Recorría lo pueblos tratando de encontrar comida, chorizos, morcillas, lo que fuera con tal de salir adelante. Él estaba acostumbrado a eso, su familia siempre fue una familia de supervivientes.

Una noche escucha a los mandos que a la mañana siguiente van a formar un pelotón para fusilar a unos desertores y a un grupo de republicanos que mantenían cautivos. Goyito coge un tornillo recubierto de herrumbre y se hurga en una vieja herida, hasta que brota la sangre. Él estaba allí para reencontrarse con su hermano y no para matar a otros hombres mirando sus caras. El sargento le dijo que esta vez se libraba.

Al final el carismático Goyito terminó por descubrir que la Península era demasiado grande para encontrar a Tomás. Y estuvieron cerca. Tomás luchó, o mejor, estuvo en el frente de Teruel y Goyito, en la batalla del Ebro.

Las mujeres

La guerra y la posguerra fueron especialmente despiadadas con las mujeres. En la novela se cuentan varios casos, como el de la maestra lanzaroteña Micaela Bethencourt Fontanills. Su delito había sido excitar a la rebelión. Y fue condenada a cumplir una pena de seis años y un día. Entonces no era suficiente con enviarlas a la cárcel, las trasladaban a prisiones en la Península. Micaela pasó por centros penitenciarios en Madrid, Durango y San Sebastián en el País Vasco.

Quizás uno de los casos más aterradores fue el que vivieron Isabel Piñero, su bebé y su hermana pequeña Carmen de 15 años, trasladadas a la prisión vasca de Ondarreta. La mujer del sindicalista Miguel Campos no sólo fue detenida sin cargo alguno, tal como recoge la documentación que se conserva en el registro de San Sebastián, sino que tuvo que pasar varios años alejada de su familia y de sus hijas mayores que permanecieron en Tenerife al cuidado de sus abuelos.

Teresa Campos recordaba que su madre jamás quiso hablar de aquellos años en Ondarreta, salvo alguna vez que se puso enferma y la fiebre la llevó a dar gritos de angustia pensando que en cualquier momento la podrían matar, a ella, a su hija y a su hermana. Y así aparece descrito en la novela cómo pasaron alguna de aquellas noches en la llamada cárcel del salitre en San Sebastián: En el segundo piso, en el pabellón de las presas con hijos a su cargo, la pequeña Teresa Campos empezó a gimotear. Isabel cada vez tenía menos leche para darle. Trató de mecerla, de cantarle una canción. Su hermana Carmen se había despertado, las dos mujeres se miraron a los ojos y se pusieron a llorar.

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