Hollywood Now

En la gala de los Óscar quedó patente un nuevo giro cultural, impulsado por los ecos de la globalización y por el impacto de las políticas de igualdad

Durante muchas décadas —y quedan muy pocos años para celebrar su centenario— los Óscar han servido, en esencia, como palanca promocional de una industria que ha venido ejerciendo su poder hegemónico a todo lo largo y lo ancho del mercado internacional con un solo propósito: divulgar urbi et orbi una idea monolítica del espectáculo cinematográfico, idea en la que no tenían cabida, salvo en casos muy excepcionales, otras exposiciones de motivos que no fueran las que emanaran estrictamente de una cultura y unas tradiciones profundamente enraizadas en el imaginario colectivo de un país cuyo desarrollo vital no le ha impedido, pese a todo, levantar a su alrededor un poderoso frente cultural del que, admitámoslo, nos hemos nutrido todos los aficionados a lo largo de nuestras respectivas vidas; incluso quienes, desde tiempos inmemoriales, hemos venido reclamando una apertura de foco en los criterios de los grandes gerifaltes que siguen controlando este lucrativo e influyente negocio.

Títulos que hoy ocupan un lugar privilegiado en la memoria de cualquier cinéfilo como Un americano en París (An American in Paris, 1951), El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957), West Side Story (West Side Story, 1961) My Fair Lady (My Fair Lady, 1964), Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965), Patton (Patton, 1970), En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967), Contra el imperio de la droga (French Connection, 1971), El Padrino (The Godfather, 1972), El Golpe (The Sting, 1973), Rocky (1976) o El cazador (The Deer Hunter, 1978), y que no dudaríamos en incluirlos entre lo que hoy denominaríamos, mutatis mutandi, como producción mainstream, recibieron en su día la codiciada estatuilla, con sobrados méritos en la mayoría de los casos, aunque todos, sin excepción, se basan en relatos imaginarios o en sucesos históricos de matriz inequívocamente americana, es decir, muy lejos del escenario de pluralidad que han ofrecido este año la mayoría de los filmes en liza, tal y como lo hemos proclamado hasta la saciedad desde que tuvimos conocimiento de la extensa lista de aspirantes que se disputarían este año el palmarés.

Así las cosas, nadie hubiera imaginado hace solo una década que Hollywood, el centro de producción cinematográfica más influyente y poderoso del planeta, iba a experimentar un giro del tenor que han marcado muchas de las películas nominadas en las últimas ediciones, ni que dicho giro proporcionaría tanto ruido mediático como el ocasionado este mismo año con una selección de películas tan extensa, sólida, diversa y transversal como enormemente sugestiva y que señala, además, el cambio de paradigma que está empezando a adquirir la filosofía de estos premios cinematográficos que, no lo olvidemos, reciben el mayor seguimiento mediático desde su creación, en 1927, meses antes de que el cine rompiera a hablar.

Es obvio que la opinión que hasta hace bien poco ha prevalecido en el seno de la Academia de Cine a la hora de elegir a sus nominados no siempre ha respondido a criterios rigurosamente artísticos, sino, más bien, a la endiablada habilidad con la que se han movido sus poderosos lobbies para penetrar en los meandros de una auténtica megaindustria, transformando su propio ecosistema de producción en el instrumento más eficaz para la difusión de un ideario sujeto a una noción particularmente endogámica del mundo.

Desde Oppenheimer (Oppenheimer), el controvertido biopic sobre el padre de la bomba atómica, dirigido con intachable solvencia por el cineasta británico Christopher Nolan, hasta La zona de interés (The Zone of Interest), el frio y estoico retrato del infierno de Auschwitz, del también británico Jonathan Glazer, pasando por Anatomía de una caída (Anatomie d’un Chute), el intenso melodrama de corte familiar con el que la realizadora francesa Justine Triet se hizo el pasado mes de mayo con el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes; Pobres criaturas (Poor Things), el nuevo juguete mágico del controvertido e inclasificable director griego Yorgos Lanthinos; Los asesinos de la luna, la penúltima epopeya racial del cine estadounidense, dirigida con su habitual solvencia por el gran Martin Scorsese; American Fiction (American Fiction), la comedia dramática que permite a su realizador, el estadounidense Cord Jefferson, reflejar las contradicciones existenciales de un novelista negro en medio de una sociedad cercada por los prejuicios raciales; Los que se quedan (The Holdovers), la comedia indie con la que el veterano Alexander Payne reafirma su acreditada capacidad para entrar y salir de los atormentados laberintos emocionales de sus personajes; el reencuentro con el talento de Wim Wenders en su inclasificable retrato de la soledad, plasmado en la producción japonesa Perfect Days (Perfect Days) y por Vidas pasadas (Past Lives), el luminoso debut de la estadounidense de origen coreano Celine Song, explorando, con inusual valentía, la fragilidad de los sentimientos a través de un relato sembrado de momentos memorables.

Todo un festín de buen cine servido por directores, productores, actores, actrices y guionistas procedentes de los rincones más diversos del planeta, que nos sitúan en la auténtica realidad de un mundo que ya no es el que era en los tiempos en que los Óscar los acaparaban producciones como, por ejemplo, El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia o West Side Story, un mundo, en resumidas cuentas, consciente de su pluralidad y del complejo escenario social, político, moral y estético en el que se desenvuelve.