Don Quijote en Fuerteventura

El filósofo encontrará un código ético y estético relacionado con el primitivismo, es decir, lo esencial que se opone a la superabundancia y superfluo

Unamuno en camello en Puerto Cabras, Fuerteventura.

Unamuno en camello en Puerto Cabras, Fuerteventura. / El Día

BRUNO PÉREZ

Miguel de Unamuno ha quedado vinculado histórica y culturalmente a las Islas Canarias a través de dos estancias: una en 1910, como mantenedor de los Juegos Florales de la ciudad de Las Palmas de G. C., y otra en 1924, como desterrado a Fuerteventura, después de que se publicaran algunos textos contra el Directorio Militar de Primo de Rivera y Alfonso XIII.

Como ha constatado nuestra tradición crítica (Á. Valbuena Prat, S. de la Nuez, A. Armas Ayala, M. Morera o E. Padorno, por nombrar solo unos pocos), la figura de Don Miguel, a través de su obra –sobre todo por la concerniente a Canarias en esos periodos–, devendrá en un signo de nuestra cultura insular. A través de las particulares experiencias con las gentes y el paisaje de La Laguna de Tenerife, de Gran Canaria y especialmente con Fuerteventura, el filósofo encontrará un código ético y estético relacionado con el primitivismo, es decir, lo esencial que se opone a la superabundancia y lo superfluo de la cultura occidental. De ahí que prefiera el gofio (esqueleto de pan) a la pastelería francesa, el paso lento del camello a la velocidad del tren, o la espinosa aulaga a las ornamentales flores de los jardines parisinos.

Sin embargo, la experiencia del destierro supone en su obra un quehacer literario que a través del mito y de la poesía no solo reflexiona sobre lo que significa existir en una isla, sino que se vincula a otros poetas insulares tan dispares en su estilo como Derek Walcott, Tomás Morales, Lezama Lima o Agustín Espinosa.

El propio Lezama hablada de dos tipos de culturas: las de continente, que se acreditan como referentes icónicos y centros productores de historia y de cultura, y las de litoral –periféricas–, a las que llegan con la resaca de la marea algunos de los elementos que han naufragado, se han perdido o han apartado dichos centros. Lo que llamamos, en nuestra variedad del español, jallos. Y con ellos y otros fragmentos de distinta naturaleza, por una suerte de imantación poética y sincretismo, esos mundos o civilizaciones de los límites (o más allá) han ido construyendo su cultura.

Desde esta perspectiva, el destierro de Unamuno a Fuerteventura se hace, en primer lugar, como un castigo de «aislamiento», por el que sus circunstancias existenciales son brusca e injustamente alteradas: se le extirpa del seno familiar, se le desarraiga de sus costumbres y se le arrebata «oficialmente» la autoridad o consideración que podría tener en su comunidad. En segundo lugar, supone también una prisión donde corregirlo de sus «paradojas», sus desvíos del pensamiento central que no convienen al Directorio ni a la Monarquía.

Y es precisamente con esta figura retórica, la paradoja, como define Lezama poética y filosóficamente la «isla»: un lugar de creación y pensamiento alternativo a las opiniones comunes y la lógica impuesta de un centro que se acredita así mismo. Lejos de encontrarse Unamuno con un correccional de sus ideas, se encuentra con un espacio y unas gentes que se avienen a su personalidad quijotesca. El yermo majorero que se extiende en la llanura marina, los molinos de viento, don Ramón Castañeyra (su escudero y mejor amigo en la isla), don Francisco Medina Berriel (su ventero), don Víctor San Martín (el cura), el camello (Clavileño), Mahán (su gigante), etc., no pretenden curarlo de su santa locura, sino al contrario, dejan que Don Miguel piense y cree libremente sin más intencionalidad que la de ser él mismo y combatir la dictadura de Primo y Alfonso XIII (los «Duques»): «Isla de libertad, bendita rada / de mis vagabundeos de marino / quijote, sentí en ti, ¿orden del sino/ cómo la libertad se encuentra aislada» (Soneto LXXV de De Fuerteventura a París).

Unamuno ficcionaliza su vida en la del personaje cervantino. Ambos se convierten en la viva imagen de la paradoja, aquello que –como una isla– se separa de la opinión común y la costumbre que se establecen como Razón: lo utópico, el sueño, la justicia, la poesía: otra manera de pensar y ser en el mundo: «Los que clamáis «indulto» id a la porra / que a vuestra triste España no me amoldo; / arde del Santo Oficio aún el rescoldo» (soneto III). Los mecanismos represivos de los «Duques» no se hacen esperar y Don Quijote y Unamuno son desterrados a la demencia y Fuerteventura: «¡Hay que aislar –dijiste– al pesimista! / para seguir viviendo del embuste» (soneto VI).

Unamuno recontextualiza una realidad ficcional (Don Quijote) en la realidad histórica (Fuerteventura) como habían hecho otros escritores insulares: Tomás Morales reinventa a Hércules en las Islas (Las Rosas de Hércules), Agustín Espinosa retoma Lancelot y Polifemo para ubicarlos en Lanzarote (Lancelot, 28º 7’), Derek Walcott reescribe las figuras homéricas de Aquiles, Héctor y Helena en la isla de Santa Lucía (Omeros), etc. Todos estos mitos, extenuados de la cultura occidental o rechazados por esta, no solo se convertirán en jallos que contribuirán a que las culturas insulares y periféricas edifiquen una tradición, sino que estos mismos se reciclarán para canalizar las nuevas aspiraciones de una comunidad, las nuevas aspiraciones de la humanidad. Este es el valor que de orden utópico tiene Fuerteventura para Unamuno y para Don Quijote:

Roca sedienta al sol, Fuerteventura,

tesoro de salud y de nobleza,

Dios te guarde por siempre de la hartura,

pues del limpio caudal de tu pobreza

para su España celestial y pura

te ha de sacar mi espíritu riqueza.

(soneto VIII)

Si Don Miguel hizo un extenso comentario a la novela de Cervantes en la Vida de Don Quijote y Sancho (1905), en Fuerteventura surge el impulso de relatar la historia personal y emocional de quién es y de las circunstancias del país en una especie de continuidad entre el pasado y el presente, entre lo ficcional y lo histórico, a través de su autorrepresentación como el famoso personaje en un libro que no llegará a materializarse: Don Quijote en Fuerteventura. Sin embargo, el mito quedará formalmente «aislado», es decir, fragmentado en su obra: Tulio Montalbán y Julio Macedo (1920), De Fuerteventura a París (1925), Romancero del destierro (1928), Sombras de sueño (1930), artículos de prensa, etc. Todos ellos fundarán un archipiélago textual a los que deberemos recurrir para oír la voz dividida, dramática y simbólica de otro mito que nos falta.