¿Qué misión me confiaste?

El poeta y místico de la orfandad Thomas Merton aspira a la palabra. En ella proyecta, orienta y administra su propia imagen literaria y humana

Thomas Merton

Thomas Merton / ED

Sonia Petisco

Nada tan bello como contemplar en conjunto una vida desenvuelta, un itinerario andante que va brotando del camino de aquellos hombres que se han encontrado con algo infinitamente fragante y que de forma sutil nos lo van trazando como una filigrana. Tal es el caso del gran escritor norteamericano Thomas Merton (1915-968) que a finales de enero hubiera cumplido 109 años. Su trayectoria poética desde 1940 con la publicación de Primeros poemas hasta 1968 con La geografía de Lograire, nos permite verificar que el gran móvil de todo su planteamiento ontológico y religioso es precisamente su aspiración a la Palabra. En ella proyecta, orienta y administra su propia imagen literaria y humana.

Si en principio vivió un profundo conflicto entre su vocación contemplativa y su experiencia literaria, entre el silencio y la pregunta, pronto superaría estas tensiones, este cruce de caminos de sentirse confinado en unas fronteras que sin embargo llevarían dentro de sí un amplio carácter de universalidad. Frente a este sentimiento de disolución, contrapone el espíritu de creación, el apetito de la vida por afirmarse en sí misma, como si las fuerzas del Espíritu bañadas en las aguas de la escritura nos trascendieran y nos salvaran.

Desde esta perspectiva, tan antigua y tan nueva, Merton vuelve una y otra vez a las fuentes de G. M. Hopkins o William Blake, reconociendo en la plenitud poética no sólo un mero índice de lo sagrado, una búsqueda cognoscitiva, sino también uno de los más poderosos instrumentos de subversión y crítica. Su voz se alza, así, intempestiva y liberadora en sus metáforas y correspondencias, concitando sus versos múltiples temporalidades. Por un lado, un tiempo de desasimiento y búsqueda de una anunciación en el que se ubican los poemas de su primera etapa poética, desde Treinta poemas (1944) o Un hombre en un mar dividido (1946) hasta Figuras para un Apocalipsis (1948) y Las lágrimas de los leones ciegos (1949), caracterizados todos ellos por un principio de negación no sólo del mundo sino también del yo personal con voluntad de trascenderse en su libertad última. Los temas religiosos inspirados en los salmos bíblicos dominan estas composiciones tempranas que reflejan la influencia de la tradición mística cristiana y hacen visible su filiación con el romanticismo americano y la poesía de T. S. Eliot en lo que concierne a su impulso crítico, su aspiración a la soledad y su espejo del mundo como tierra baldía.

Junto a este tiempo desasido emerge un segundo tiempo de improvisación y solidaridad. En la estructura de estas colecciones tan dispares como son las piezas líricas contenidas en Las ínsulas extrañas (1957), Bomba niña original (1962) y Emblemas de una estación de furia (1963) se accede a un abandono de formas poéticas tradicionales inspiradas en la Biblia y el arte sacro, y a una substitución de éstas por modos de escritura mucho más antipoéticos y vanguardistas, producto de su desesperación ante una sociedad herida por la depresión económica, las sombras de la II Guerra Mundial y la bomba atómica.

En este contexto de viva y dinámica consciencia se explica su viaje vertical hacia sí mismo en soledad que se torna casi de forma simultánea centro generador de un viaje horizontal de responsabilidad hacia sus semejantes, de denuncia ya no tanto del mundo secular en sí como de los diversos modos de alienación humana y de apertura integradora a diferentes culturas y religiones, en concreto el budismo zen y su comprensión del vacío como plenitud. Sus composiciones son, por un lado, fuente de creación, celebración y recepción de la palabra, Cristo resucitado en el corazón; y por otro crítica, enraizada, ahora sí, en un nuevo humanismo compasivo, que, haciéndose eco de voces contemporáneas como las de la generación Beat, Boris Pasternak, Erich Fromm, Albert Camus, Reza Arasteh o de nuevos teólogos como Karl Barth o Dietrich Bonhoeffer, pone de relieve la necesidad de una transformación de la inteligencia y reivindica la libertad y la dignidad humana.

Finalmente, cabe destacar un tercer tiempo de meditación y reaparición de la memoria. Con una singularidad especial se yerguen sus últimas composiciones, Cables hacia el centro (1968) y La geografía de Lograire (1968), todo parece apuntar que al final de su azarosa vida, Merton optó por un tiempo cesante, lugar sagrado, encrucijada del devenir de la palabra perdida. Inspirados en fuentes literarias, filosóficas, religiosas, antropológicas e históricas de índole diversa que son prueba de la mente amplia que los concibió, estos dos largos poemas son un testimonio ejemplar de la evolución de su poesía hacia una escritura antipoética caracterizada por estériles signos indicativos que suplantan al símbolo tradicional y por una renuncia a la sintaxis convencional y a la disposición linear y cronológica del discurso.

En esta aula inmensa de saberes, en esta circularidad múltiple y trascendental que caracterizan los diferentes tiempos de su poesía, Merton encarna todas las metamorfosis, se empeña en abrirnos todas sus puertas y nos explica su proceder en la escritura como una tentativa permanente por restablecer los lazos que nos unían a la creación, como si supiera que el centro no está representado y que debe ser adivinado a través de la palabra poética, la palabra naciente. «¿Qué misión me confiaste?» parece preguntar a Dios en todo este testamento poético. Esa podría ser la médula de su poesía. Con una cosmovisión altamente espiritual del mundo, este místico de la orfandad se plantea todas las incógnitas como punto de partida y nos ofrece en flor de infinitud el descubrimiento de la lengua desnuda, un hallazgo que, aunque nunca nos desvele el Misterio, nos ayudará a formularlo y a encontrarlo

Sirva este humilde trabajo como homenaje a Merton, por regalarnos su mirada presentida, por su confianza al entregarnos toda su vida por escrito y por ese venero secreto que subterráneamente se abre paso a través de sus innumerables páginas.

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