Entre la ironía y la irreverencia

El autor de ‘Pulp Fiction’ cumple su sesenta aniversario con una mochila profesional marcada por la innovación, el riesgo y la controversia

Entre la ironía y la irreverencia

Entre la ironía y la irreverencia / ‘Reservoir dogs’; cartel de la película.

Desenfreno Tarantino

En su sesenta aniversario, nadie ha llegado tan lejos con unas películas inconfundibles gracias a un sello personal que combina violencia y cine clásico

El estreno, hace 18 años, de Sin City, de Robert Rodríguez y Frank Miller, un explosivo, desmesurado y a ratos delirante espectáculo pulp inspirado en las populares novelas gráficas de Miller, no sólo contribuyó a aumentar ostensiblemente las abultadas arcas de la prestigiosa compañía independiente Miramax, sino a incentivar también uno de los debates cinematográficos que más tinta ha hecho correr entre la crítica internacional desde la enérgica y original irrupción en los platós del viejo Hollywood de Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963) Uno de los cineastas más polémicos e irreverentes de las últimas décadas, colega, amigo y mentor, a la sazón, de Rodríguez desde el debut de este último con El mariachi (1992). Un debate cada vez más vigente, sin duda, en el cine de nuestros días a través del cual se han elogiado o denostado, según las distintas sensibilidades, las bases que rigen hoy los planteamientos conceptuales de lo que, en medios periodísticos, se ha dado en llamar, no sin cierto sarcasmo, el cine de la apropiación o del reciclaje.

Estrenada en el Festival de Cannes con mucho estruendo aunque con escasas adhesiones críticas, Sin City es una megaproducción inclasificable, que participa de lleno de esa mirada iconoclasta que recorre casi todos los filmes de Tarantino y que, de alguna manera, se han convertido en santo y seña de un cine de tintes independientes, pilotado por este director con astucia, inteligencia y gran olfato comercial. Cautivo de sus dependencias directas de algunos de los géneros y subgéneros tradicionales más transitados por la industria, despreocupado de todo lo que escape a su naturaleza estrictamente mimética, este cine ha logrado crear escuela y, lo que aun es más importante, lo ha hecho en un momento histórico donde se siguen canonizando directores y películas por razones que muchos, en determinados casos, no acertamos siquiera a comprender.

Todo comenzó hace treinta y un años. Nadie hasta entonces había llegado tan lejos, tanto en la descripción de la violencia como en la apropiación de códigos y referencias del cine clásico, en su empeño por crearse un estilo cinematográfico propio. Ni las sangrientas epopeyas de Sam Peckinpah, ni los lacónicos thrillers de Jean-Pierre Melville, ni los sombríos dramas de Nicholas Ray, ni las polvorientas carnicerías de Sergio Leone alcanzaron nunca un rojo tan vivo como el que desprendían las imágenes de Reservoir Dogs (1992), de ahí que en muy poco tiempo la popularidad de Tarantino se extendiera como una epidemia por todo el orbe cinematográfico y su nombre quedara entronizado por quienes veían en él la encarnación más genuina de la posmodernidad en la gran pantalla tras el explosivo debut de los inimitables hermanos Coen con Sangre fácil (Blood Simple, 1984).

Suya es, por ejemplo, aquella famosa frase, pronunciada tras el estreno de la película en Los Ángeles, con la que intentaba resumir su archicuestionado concepto de la narrativa fílmica. «No hay tema —decía— más subyugante para llevar a la pantalla que el duelo a muerte entre dos asesinos sedientos de sangre, ver cómo se liquidan entre ellos sin la menor contemplación y cómo se las ingenian para justificar moralmente sus crímenes».

El filme, en efecto, se detenía con excesiva complacencia en detalles de la narración que, por pudor o por simple elección personal, la mayoría de los cineastas evitan mostrar pero él, en cambio, abría una nueva perspectiva para explorar con indisimulada ironía el mundo abismal de los asesinos a sueldo y los inflexibles códigos de comportamiento que marcan su relación con el oscuro universo que les rodea. El autor, de quien no se escuchaban entonces más que alabanzas, tuvo la audacia de proponer en su debut como director un enfoque extraordinariamente crudo del ejercicio de la violencia, adobándolo con unas pinceladas de humor soterrado del que emanaba una extraña e inapelable filosofía existencial: vivir continuamente al límite, sin tregua ni arrepentimiento, pero con la conciencia plena de que sus vidas son tan precarias como el vuelo nupcial de una mariposa.

Nadie ha llegado tan lejos, tanto en la descripción de la violencia como en apropiarse de códigos del cine clásico

Tarantino, cuyo sello estilístico se convertiría con el paso del tiempo en objeto de culto para millares de cinéfilos, volvería a repetir su exitosa experiencia con Pulp Fiction (Pulp Fiction, 1994), Palma de Oro en Cannes , otro crudísimo thriller basado en personajes y situaciones arrancados del film-noir y del universo del western clásico que, a diferencia de la anterior, mostraba una fría e irritante complacencia en los mismos estereotipos criminales que, un año antes, le servirían como excelentes credenciales autorales para obtener el reconocimiento profesional en todos los ámbitos de la industria cinematográfica internacional.

No obstante, y aunque visiblemente inspirada en algunas de las tradiciones más emblemáticas del cine de género y en no pocas de las producciones clásicas japonesas, Reservoir Dogs es una película, y ahí residía su mayor virtud, que seduce por sí misma, es decir, por su capacidad de innovación formal, por su sarcasmo subterráneo, por su radicalidad en la exposición de ciertos conflictos muy comunes en el ámbito del cine norteamericano clásico.

Pero, además de su frescura y originalidad, Reservoir Dogs destila el mejor aroma del noir y su propia estructura secuencial, inspirada en muchos aspectos en las geniales elucubraciones conceptuales de Jean-Luc Godard, se ajusta como un sofisticado mecanismo de relojería a los esquemas dramáticos del western, retardando intencionadamente el tempo narrativo en aras de una visión más fría y observacional del conflicto que se va desarrollando en la pantalla, buscando cierta complicidad con el espectador y con el imaginario cinematográfico que ha ido generalizando a su alrededor.

Aún más transparente en el excelente díptico integrado por Kill Bill I (2003) y Kill Bill II (2004), sus fuentes de inspiración, que incluyen los filmes de Melville, los westerns de Peckinpah, el cine nipón, los filmes de artes marciales, que florecieron durante los años setenta y el mismísimo spaghetti western, solo le sirven a Tarantino como mero punto de partida para pergeñar un descarnado y cruel retablo sobre el crimen organizado, al tiempo que logra esquivar la tentación de dejarse arrastrar fatalmente por la corriente de la retórica y transformar un buen guion en un simple muestrario de influencias más o menos reconocibles de diversos cineastas y géneros de referencia.

Así las cosas, y cuando todos creíamos que ya había alcanzado su techo con su inefable Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009), otro espectáculo de violencia extrema inspirado en una vieja y olvidada producción italiana de los sesenta en el que una pandilla de marines sin escrúpulos despliega su odio visceral contra el Ejército alemán liquidando, mediante los procedimientos más cruentos, a cualquier nazi que se cruza en su camino. Gracias en gran medida a la presencia en el reparto del singular actor austriaco Christoph Waltz, un descubrimiento sin parangón en el cine estadounidense de los últimos años, la película enjuaga su evidente desmesura visual con un original sentido de la puesta en escena y una pulsión escópica absolutamente embriagadora.

La misma táctica que emplearía, tres años después, para propiciar lo que sería su primer contacto directo con el mundo del western: Django desencadenado (Django Unchained), precedente inmediato de Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015), también con el inclasificable Waltz como coprotagonista. Ambos títulos constituyen un díptico, inevitable sin duda, en el desenfrenado recorrido profesional de este director en su afán por merodear a su manera por los terrenos del cine de raíces populares y por dejar su peculiar impronta autoral sin renunciar en ningún momento a la ironía como arma de destrucción masiva en su peculiar mirada sobre el mundo de la violencia. En Érase una vez en… Hollywood (Once Upon A Time in… Hollywood, 2019), de cuyo estreno también nos hicimos eco en este mismo periódico, Tarantino enfrentaba a dos flamantes divos, como Brad Pitt y Leonardo DiCaprio, oficiando una desopilante ceremonia sobre las infernales contradicciones que marcaron la década de los sesenta, y sin privarnos en ningún momento de los escenarios más escabrosos y crispados. Y sentando cátedra mediante un despliegue de imágenes que cortan la respiración.