ANÁLISIS

La agonía de la libertad

La agonía de la libertad

La agonía de la libertad

Marina Casado

Últimamente recuerdo con frecuencia un capítulo de Harry Potter y el prisionero de Azkaban, el tercer libro de la saga creada por J. K. Rowling, en el que el bondadoso profesor Remus Lupin animaba a sus alumnos de Defensa Contra Las Artes Oscuras a enfrentarse a un boggart. En la saga, el boggart es una criatura fantástica cuya verdadera forma resulta desconocida, porque adopta una distinta según la persona que esté frente a él. Se materializa como aquello que más miedo le da a su espectador. Por eso, en el libro, a medida que los alumnos se enfrentan a él, va adoptando sucesivamente la forma de una momia, una mano cortada y hasta la luna, cuando el propio profesor Lupin –que es un licántropo– es quien se sitúa ante él. El contrahechizo para derrotar al boggart consiste en pronunciar la palabra Riddikulus, varita en mano, y pensar en algo que te produzca risa, combinándolo con la imagen de tu mayor miedo. Eso obligará al boggart a adoptar una forma cómica; por ejemplo, el del personaje de Neville Longbottom, que es una mano mutilada, se transforma en una mano atrapada en una ratonera. La risa del espectador es lo que hace desaparecer al boggart.

Estos días, he meditado mucho acerca del aspecto que podría presentar el mío. Sería complicado, porque mi mayor temor no tiene forma física determinada: son las decisiones. Las decisiones de cualquier tipo, pero más todavía aquellas que resultan trascendentes de algún modo. Ante cualquier decisión cotidiana, necesito recabar opiniones, analizar profundamente la cuestión, antes de dar un paso. Suele ocurrirme que, después de hacerlo, continúo dándole vueltas al tema, preguntándome si no me habré equivocado. Si eso me sucede con las decisiones cotidianas, resulta comprensible que las verdaderamente importantes sean capaces de paralizar mi existencia, de generarme ansiedad e insomnio, de convertirme en un auténtico guiñapo.

Decía Jean-Paul Sartre, el gran existencialista ateo, que el ser humano es responsable de sus propias decisiones desde el momento en que es consciente de que está condenado a la libertad. Años antes, la humanidad contaba con la figura de Dios para desentenderse hasta cierto punto de esta carga: «ha ocurrido así porque Dios lo ha querido», «estaba escrito que…», «Dios tenía un plan para mí»… El existencialismo nos gritó que estamos solos y esa aguda vulnerabilidad se fue extendiendo también al arte, a la poesía. Los poetas españoles de posguerra lo buscaron en vano, como Blas de Otero, que escribió: «Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte, / al borde del abismo, estoy clamando / a Dios. Y su silencio, retumbando, / ahoga mi voz en el vacío inerte».

Unos años antes, en 1931, se estrenó una obra de teatro de Rafael Alberti con influencias del simbolismo y del surrealismo: El hombre deshabitado. Su autor la definía como «un auto sacramental sin sacramento», porque llevó a cabo una renovación dentro del género. Si la función del auto sacramental –desde Calderón de la Barca– había sido la de reivindicar la Eucaristía, la obra de Alberti concluye con la idea de que nuestras decisiones no son nuestras, sino que pertenecen a un plan premeditado de un Dios cruel. La obra, inspirada en el Génesis, comienza con dos personajes: el Vigilante Nocturno –que es Dios– y un hombre «deshabitado», sin alma aún. Dios le concede el alma y los cinco sentidos, y lo envía al Paraíso junto a una mujer. Ambos viven felices hasta la llegada de la Tentación, una mujer malvada y atractiva en cuyas redes cae el hombre, guiado por sus cinco sentidos –que se presentan como una suerte de monstruillos expresionistas–, y acaba asesinando a su esposa. Después, el espíritu de esta lo asesina a él, y de nuevo el hombre vuelve a estar deshabitado, fuera del Paraíso, y acusa al Vigilante Nocturno de ser el culpable de sus malas decisiones. Este, indiferente y orgulloso de su crueldad, lo condena al fuego eterno.

Si nos adelantamos aún más en el tiempo, el desdichado Augusto Pérez de Niebla (1914), la gran «nivola» de Miguel de Unamuno, también trató de rebelarse ante su Autor al ser consciente de que el libre albedrío no existía para él. Su Autor no pudo consentirlo y acabó matándolo.

Reflexionando acerca de todas estas posturas, me doy cuenta de que la angustia sobreviene en todas las situaciones: cuando las decisiones no nos pertenecen, por la impotencia que esto genera, y cuando somos responsables de ir forjando un camino, cerrando puertas, abriendo nuevas ventanas, despidiéndonos de múltiples vidas que podríamos haber habitado, porque, al final, solo podemos elegir un sendero, un amor, un particular modo de existir.

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