A finales de los años 70 del siglo XX, un joven villero comenzó a trabajar, de forma autodidacta, en la construcción de timples, bandurrias, laúdes, requintos y guitarras. Arrastró con la afición a su padre y ambos trabajaron juntos durante décadas creando instrumentos con un indiscutible sello personal. 

Cuando Domingo de Guzmán Martín González tenía barba, melena y pesaba cerca de 130 kilos, allá por el año 1977, intentó construir un timple con sus propias manos. Abordó el reto de forma autodidacta, sin apenas conocimientos, y el resultado fue muy mejorable: “Era algo parecido a un timple”, recuerda entre risas. Aquel atrevimiento animó a su padre, Domingo Martín, fallecido el 27 de enero de 2017, a recuperar conocimientos de juventud para ejercer de lutier y ambos trabajaron juntos durante cuatro décadas en las que han creado multitud de instrumentos de cuerda con un indiscutible sello personal.

Domingo Martín hijo compaginó durante años su trabajo en la Farmacia de Fuentes, junto a la Parroquia de La Concepción, en La Orotava, con la actividad artesanal que desarrollaba en el taller de Risco Caído, donde aún crea con sus manos los instrumentos que llenan de música hogares, aulas, auditorios y romerías. “Cada uno de nosotros tenía una técnica y un estilo muy personal. Mi padre me decía: ¿por qué no lo haces así?, y yo le respondía: ¿por qué no lo haces tú como yo? Y cada uno seguía trabajando a su manera. Mis timples se reconocen por la terminación de la cabeza del instrumento, el remate del clavijero, y también desde 2012, por un instrumento que hice para Natalia de Cantadores, he dado una forma única y peculiar a mis bandurrias, laudines y laúdes. Es un diseño mío que me diferencia”.

“No tenía ni pies ni cabeza”

“En el año 1977 me senté en un banco que aún conservo en el taller y me puse a hacer un timple al que ya le había puesto cuerdas antes de ponerle el fondo. La ignorancia era total. No tenía ni pies ni cabeza. En ese momento intervino mi padre, que antes de emigrar a Venezuela como otros muchos canarios, adquirió algunas nociones de un artesano que vivía en la zona de El Ancón. Trabajaba en la platanera y cuando tenía ratitos, hacía algún instrumento. De ese señor aprendió mi padre”, recuerda este artesano villero.

Su padre, al ver lo que intentaba hacer su hijo, le enseñó lo que ya sabía: “Me dijo, Mingo, eso no se hace así. Y ahí encendí una mecha que fue él quien continuó durante muchos años. Y toda la vida seguimos trabajando juntos, en los ratos libres, cada uno con su trabajo por otro lado”. Domingo Martín padre murió “con las botas puestas”, sufrió un ictus mientras trabajaba en el taller y eso mermó mucho su salud hasta que falleció con 86 años a causa de una caída en casa. Estuvo trabajando “hasta el último momento”.

La Sección Femenina

La afición por la música y los instrumentos se afianzó en Domingo Martín cuando, en 1972, entró a formar parte de la Agrupación de Coros y Danzas de la Sección Femenina. “Gracias al Centro de Iniciativas y Turismo (CIT) éramos tres o cuatro los grupos que viajábamos para actuar fuera de las islas unas dos o tres veces al año. En 1974 viajamos a Canadá y mi guitarra se quedó como una esterilla. Tuve que repararla por completo y me dije que igual podía hacerlo yo. Busqué en la biblioteca información sobre construcción de instrumentos, pero no había nada y poco a poco fui preparando el taller y buscando la maquinaria y la herramienta que hacía falta: un sinfín, un taladro... Así fue empezando todo hasta que intenté construir aquel timple. Ahora te metes en internet y encuentras de todo, pero antes no era así”.

A los 60 años de edad fue despedido de la farmacia donde trabajaba desde los 14 años de edad. Desde entonces se ha centrado mucho más en la actividad artesanal y no para de buscar nuevos retos y proyectos, “como irme más al mundo de los instrumentos mexicanos, como la vihuela y los guitarrones”. También quiere retomar la actividad en las ferias artesanales “en el punto en el que la dejó mi padre, que era el cabeza visible de todo esto”.

De la mano de su padre y de la más pura observación, Domingo Martín ha logrado convertirse en un artesano reconocido, capaz de construir timples, laúdes, laudines, contras, bandurrias, guitarras, requintos y tres cubanos, o de reparar arpas, contrabajos y violines. “Se puede decir que me parezco a los chinos. Tenía un espejito partido, atado a una verga y con una linterna de pila cuadrada me ayudaba para ver el interior de los instrumentos y aprender cómo estaban construidos”, recuerda con modestia.

La disposición de los armónicos en el interior de la caja de resonancia marca el sonido de cada instrumento y para eso hay tantos gustos como clientes. Martín compara el interior de un instrumento de cuerda como el timple con una habitación: “Si está vacía, suena seca, hay que encalarla y vestirla para que suene mejor”.

Las maderas son una de las claves de los instrumentos y también las culpables de buena parte de su precio y sonido. “Se usa palo santo; el cedro que yo llamo abeto; el coralillo, que es una madera muy complicada de trabajar porque parte como el cristal; el nogal negro; el nogal; la vitacola... Utilizo mucha variedad para no aburrir. Me gusta cambiar, pero sin llenar los instrumentos de colorines ni de detalles pequeños. Busco la belleza en lo simple. Le podría poner mil colores, pero no me gusta. Mis timples se diferencian por el remate del clavijero. Eso es lo que va a decir que es un timple mío”.

El trabajo es largo y laborioso. Hay que preparar cada elemento del instrumento por separado, montarlo, barnizarlo varias veces, calibrarlo, montar las cuerdas y las clavijas. El montaje puede durar una semana “hasta que queda preparado para el barniz, sin contar con la preparación previa de cada una de las piezas del puzzle. Luego toca dar cada capa de barniz, dejar secar 48 horas y lijar hasta la madera para tapar cada poro. Para tener un buen acabado hay que dar varias manos”. En los últimos 40 años, los timples han cambiado mucho: “Cuando empecé, la gente decía que no se le podía poner mucho barniz por el peso y porque por los poros de la madera salía el sonido. Se fijaban más en el equilibrio del peso que en cómo sonaba. Eso ha cambiado mucho. Los timples han pasado de cuatro a cinco, siete y hasta ocho cuerdas. Tenían cinco o siete trastes y ahora son de hasta 19. Esto ha cambiado de una forma bárbara. Ya nadie piensa en el peso, en los poros ni en el equilibrio”.

Un arpa que llegó de EE.UU.

Aparte de crear instrumentos, Domingo Martín también se encarga de repararlos. Y tiene clientes fijos como un grupo de músicos paraguayos, afincados en Galicia, que se han ganado siempre la vida trabajando mucho en cruceros. En una ocasión se les cayó un arpa en San Francisco, en Estados Unidos, y la mandaron desde allí hasta La Orotava: “Cuando regresaron del viaje, ya la tenían arreglada y barnizada”.

La pandemia del coronavirus ha traído mucha incertidumbre entre los artesanos por la falta de oportunidades de venta y la suspensión de todas las ferias. En 2020, las ventas de Domingo Martín han descendido un 50%, pero por sacarle algo positivo, subraya que ha tenido mucho más tiempo para trabajar en el taller y pensar en nuevos proyectos. “Tengo más de 16 timples hechos en el confinamiento”, explica este artesano con presencia en la red social Facebook (@domingomartinart), donde aparece como Domingo Martín. Artesano.

“Cada milímetro cuenta”

Domingo Guzmán Martín González (domingoguzmanart@hotmail.es) reconoce que lo más complicado de la elaboración de un instrumento es lograr una afinación exacta en todos los trastes, entre el puente y la cejuela, “ahí cada milímetro cuenta, influye hasta el grueso del lápiz con el que se marca, el ancho del serrote o el calibre de las cuerdas. Es una cuestión de calibración que requiere mucha exactitud matemática”.