Ya cayó la noche

La componente estelar de una galaxia (izquierda) es solo una pequeña parte de la masa total que está en gran parte compuesta por la materia oscura (derecha) y gas tenue pero a muy alta temperatura (en verde, también a la izquierda). El balance entre todas estas fases está últimamente regulado por la actividad de los agujeros negros.

La componente estelar de una galaxia (izquierda) es solo una pequeña parte de la masa total que está en gran parte compuesta por la materia oscura (derecha) y gas tenue pero a muy alta temperatura (en verde, también a la izquierda). El balance entre todas estas fases está últimamente regulado por la actividad de los agujeros negros. / Gabriel Pérez / Laura Scholz

Nacho Martín

No hace tanto que compartían piso pero aún así le sorprendió que no la hubiera despertado a ritmo de bachata y olor a crepes recién hechos. Se acercó a la cocina y lo único que vio era una nota sobre la encimera que decía: “Las estrellas son menos del 20% de la masa bariónica de una galaxia”. “Ni de coña”, pensó. Quién se atrevería siquiera a pensar algo así y mucho menos a dejarlo por escrito.

Laura trabajaba para Gesplan y no tenía formación reglada en astrofísica. Aun así, había algo en aquella frase que no tenía sentido, hasta el punto de hacerle sentir extrañamente incómoda. Esa tarde le tocaba ir al Puerto a recoger el coche para luego subir al Teide. De camino por la autopista no podía parar de pensar en aquello. “Una galaxia tiene muchísimas estrellas, ¿cómo van a ser solo el 20% de la masa? ¿En qué cabeza cabe semejante locura?”. - ¿Todo bien, Laura? - le preguntó Jose nada más verla - Sí, sí, todo bien. - Ni mucho menos. Aquella aberración sobre la encimera le había destrozado el día. 

Se terminó el café, salió al parking y se subió al pequeño todoterreno. El trayecto hasta el Teide se le solía pasar rápido. Ese olor a pino y tierra mojada le había hecho aceptar el trabajo aunque no estuviera particularmente bien pagado. Pero no hoy. Entre curva y curva, Laura no hacía más que darle vueltas a lo que había escrito en la dichosa nota. Sabía que el análisis del fondo cósmico de microondas dejaba bien claro por cada cien kilos de materia oscura en el Universo, solo había unos seis de materia bariónica (compartía con los astrofísicos el defecto de llamar materia bariónica a la materia ordinaria, aquella con la que interactuamos en el día a día). Ya le disgustaba en cierta manera que hubiera tan poca materia bariónica en el Universo, así que la sola idea de que menos del veinte por ciento de la misma fueran estrellas lo sentía como un ataque casi personal. 

Laura llegó al Teide justo antes de la puesta de Sol. Salió del Portillo hacia las Minas de San José. Aparcó el coche y se entretuvo un rato espantando a los turistas que se habían esparcido, como de costumbre, fuera de los senderos. No era la parte del trabajo que más le gustaba, pero sí sentía cierta satisfacción por ayudar a que el Parque continuara siendo lo que ella recordaba de pequeña. Sin embargo, ni esa alegría del trabajo bien hecho podía hoy alejarla de su particular batalla. Alguna vez en el tranvía había escuchado a alguien decir que los halos de materia oscura están llenos de gas caliente. ”Gas caliente…”, pensó. “¿En qué cabeza cabe semejante abominación?”. El Sol se puso y ya cayó la noche. Laura se bajó del coche, ahora tocaba pensar. 

El viento frío y seco le recordó las discusiones que tenía de niña con su padre. Él lo tenía claro: la composición química de un gas hace que se enfríe más o menos rápido. Este amor por la termodinámica es algo que desde pequeñas su padre les había transmitido a ella y a su hermana. Pasaban horas discutiendo pequeños detalles sobre la entropía de los gases ideales que para otras familias eran anecdóticos o daban incluso por sentados. Era imposible que las estrellas en una galaxia estuvieran rodeadas de tanto gas. Ese gas se enfriaría y acabaría formando estrellas. Y Laura lo sabía, vaya que si lo sabía.

Desesperada, Laura cerró los ojos. No llevaba ni diez minutos dormida cuando la tormenta se desató. Todo este tiempo había obviado un detalle. Algo que por pequeño parecía en un principio no tener importancia. Empezó a llorar. Sin consuelo, se acurrucó detrás de una retama pensando en todas aquellas conversaciones con su padre. ¿Cómo se le podría haber pasado por alto? Laura devoraba con pasión las páginas de El Día cada vez que salía un artículo nuevo en la Gaveta de Astrofísica y aún así ni se planteó qué papel podían tener los agujeros negros en todo esto. ¿Qué pensaría la gente de ella si se enteraran de que no le dio importancia a algo tan obvio? ¿Cómo podría mirar de nuevo a los ojos a sus compañeros de Gesplan? Los agujeros negros lo cambiaban todo…

El vacío que sintió esa noche la desgarró por dentro. Laura nunca volvió a ser la misma. Dejó el trabajo, dejó la isla. Volvió a la casa que su familia tenía en La Gomera y decidió empezar de cero. Se cambió de nombre, cerró todas sus redes sociales y jamás volvió a hablar con nadie sobre aquello.

Ignacio Martín Navarro nació en Santa Cruz de Tenerife. Tras licenciarse en Física y doctorarse en Astrofísica por la Universidad de La Laguna con un proyecto llevado a cabo en el Instituto de Astrofísica de Canarias, pasó cuatro años investigando a caballo entre la Universidad de California, Santa Cruz, y el Max-Planck-Institut für Astronomie, Alemania, estudiando la formación y evolución de las galaxias más masivas del Universo. En la actualidad es investigador Ramón y Cajal del IAC.

Sección coordinada por Adriana de Lorenzo-Cáceres Rodríguez.