14 de septiembre de 2015. Los dos observatorios del proyecto estadounidense LIGO detectan, simultáneamente, una señal que cambiará definitivamente nuestra manera de interrogar al cosmos. Durante los tres milenios anteriores—desde los babilonios al Telescopio Espacial Hubble—la herramienta fue siempre, y únicamente, la luz. Esta nueva señal, en cambio, era de una naturaleza enteramente distinta.

En algún lugar del Universo, 1300 millones de años atrás, dos agujeros negros de 35 y 30 masas solares se fusionaron, alcanzando velocidades comparables a la de la luz en su danza final de aproximación. La perturbación resultante en la curvatura local del espacio-tiempo fue de tal magnitud que el sistema liberó el equivalente a tres masas solares de energía en forma de onda gravitatoria—de la misma manera que se propaga una onda en un estanque al lanzar en él un objeto contundente. En los 20 milisegundos finales de la fusión la emisión de energía fue comparable a la de todas las estrellas en el Universo observable y, si hubiera sido en forma de luz, habría alcanzado el brillo de la Luna llena. La señal detectada, de apenas 0,2 segundos de duración, no es más que un ruido sordo no muy distinto al del latido de un corazón. Hay algo de justicia poética en el hecho de que no podamos ver fusiones de agujeros negros, pero sí escucharlas.

LIGO es un interferómetro láser, un dispositivo de enorme complejidad técnica pero cuyo principio de funcionamiento no lo es tanto. Un haz de luz láser se divide en dos caminos de igual longitud que se hacen coincidir de nuevo en un mismo punto al final del recorrido. Si la distancia viajada por los dos haces de luz en sus respectivos trayectos es idéntica, las reglas de interferencia de ondas dictan que estos se anularán y no habrá señal resultante. Pero si la distancia es distinta, por minúscula que sea la diferencia, estos darán lugar a un patrón de interferencia que puede ser medido. Y minúsculo es un adjetivo que no hace justicia. Cuando esa onda gravitatoria atravesó la Tierra, indujo un cambio en la longitud del recorrido de los láseres de LIGO ¡diez mil veces más pequeño que el tamaño de un protón!

Desde esa primera detección hasta hoy LIGO ha confirmado decenas de fuentes de ondas gravitatorias, con la estadística dominada por fusiones entre agujeros negros de masa estelar y algunos sistemas binarios de estrellas de neutrones. Sin embargo, el observatorio está fundamentalmente limitado por encontrarse sobre la superficie del planeta. Una superficie que se ve continuamente sometida a perturbaciones por el efecto de los movimientos de las placas tectónicas, las tormentas en mar y aire y, en general, la vida sobre un planeta tan dinámico como el nuestro. Todo ese “ruido” de fondo disminuye la sensibilidad de LIGO y termina sesgando el tipo de eventos que pueden ser estudiados.

La misión LISA, en desarrollo por la Agencia Espacial Europea y la NASA y con lanzamiento previsto para la segunda mitad de la década de 2030, pretende sortear estos inconvenientes poniendo en órbita el primer interferómetro láser para el estudio de ondas gravitatorias desde el espacio. Este no solo es el entorno más “silencioso” al que tenemos acceso, sino que además no introduce barreras al recorrido de los láseres. LISA consiste en una constelación de tres satélites que orbitará el Sol a la misma distancia que la Tierra, formando un triángulo equilátero con lados de 2,5 millones de kilómetros. ¡Nada menos que seis veces la distancia entre nuestro planeta y la Luna! En comparación, la distancia recorrida por los láseres de LIGO es de menos de una decena de kilómetros. Para llevar a cabo esta proeza se está desarrollando un sistema inédito de láseres de gran potencia que permitirá determinar la distancia entre cada nave con una precisión equivalente a un décimo del diámetro de un átomo. Dicho de otra manera, sería como medir la distancia entre la Tierra y Alfa Centauri, la estrella más cercana, con la precisión del grosor de un folio. Así, una onda gravitatoria que atraviese la formación de satélites deformará el triángulo, generando una señal mínimamente perceptible.

LISA facilitará las primeras detecciones de fusiones de objetos compactos con proporciones de masas extremas (por ejemplo, la aproximación gradual de un agujero negro de menos de 50 masas solares sobre otro de más de 100 000). Pero, sobre todo, permitirá investigar las fusiones de agujeros negros con masas entre 10 000 y 10 000 000 de veces la de Sol en el Universo temprano. Esta será una observación clave para entender el origen de los agujeros negros supermasivos que habitan en el seno de todas las galaxias como la Vía Láctea. ¿Cuáles fueron los progenitores de estas bestias de miles y decenas de miles de millones de masas solares? ¿Crecieron devorando, desde los albores del tiempo, infinidad de agujeros negros estelares? ¿O eran las primeras semillas sustancialmente más masivas (hasta 100 000 masas solares) como resultado del colapso primigenio de nubes de gas y cúmulos estelares?

Las respuestas a todas estas preguntas, en apenas unas décadas. Permanezcan atentos a esta sintonía. 

Rubén Sánchez Janssen

Rubén Sánchez Janssen

BIOGRAFÍA

Rubén Sánchez Janssen es un astrofísico lagunero que se licenció y doctoró por la Universidad de La Laguna, con un proyecto de tesis desarrollado en el Instituto de Astrofísica de Canarias. Tras estancias postdoctorales en el Observatorio Europeo Austral (ESO, Chile) y el Instituto de Astrofísica Herzberg (Canadá), actualmente forma parte de la plantilla del Observatorio Real de Edimburgo, en Escocia. Allí divide su tiempo entre el desarrollo de nueva instrumentación astronómica para grandes telescopios, como el ELT, y el estudio de galaxias, sus satélites y sus cúmulos estelares.

* Sección coordinada por Adriana de Lorenzo-Cáceres Rodríguez