Lo cierto es que no fue muy complicado convencer a un joven astrofísico de que era una buena idea centrar su investigación en el estudio de los bien llamados agujeros negros. Sin embargo, cuando empecé hace 12 años no imaginaba el mundo tan fascinante en el que iba a desarrollar mi trabajo y los avances que iba a tener el campo en tan poco tiempo. Astrofísicamente hablando, un agujero negro es un objeto colapsado que se forma tras la muerte de una estrella algunas decenas de veces más masiva que nuestro Sol. El concepto es simple: las estrellas durante su vida van quemando elementos químicos cada vez más complejos, del hidrógeno al hierro, hasta morir dejando una gran cantidad de cenizas estelares de las que no pueden extraer más energía. Llegado ese momento la fuerza de la gravedad no encuentra oposición para hacer de ellas un cuerpo cada vez más y más compacto, hasta llegar a un punto en el que el equivalente a varias veces la masa del Sol queda confinado en no más de unas pocas decenas de kilómetros. Ha nacido un agujero negro.

Para abandonar la Tierra nuestros cohetes viajan a más de 11 kilómetros por segundo, mientras que necesitarían ir 60 veces más rápido para escapar completamente de la atracción gravitatoria del Sol. En un agujero negro esta llamada velocidad de escape es mayor que la de la luz (300 000 kilómetros por segundo) lo que, de acuerdo a la Teoría de la Relatividad, implica que ningún cuerpo o partícula puede escapar por rápido que vaya si se acerca lo suficiente; son los reyes de la gravedad. Son negros porque no permiten salir ni siquiera a la luz y son agujeros (u hoyos para muchos de nuestros colegas americanos) por la extrema curvatura que producen en el espacio-tiempo, que es la manera que tiene la física moderna de entender la fuerza de la gravedad. En esta representación, la gravedad es el resultado de curvar el espacio en el que vivimos de acuerdo con la masa y el radio de un determinado cuerpo.

Para los humanos los agujeros negros son inofensivos, ya que sus reinos abarcan volúmenes muy pequeños de nuestro vasto Universo, mientras que a distancias astronómicas (Sol - Tierra por ejemplo) se comportan como cualquier otro cuerpo y al no emitir luz son prácticamente indetectables. Afortunadamente, cuando el material de una estrella muy cercana se aproxima más de la cuenta a esa zona de velocidad de escape límite que delimita sus confines, el llamado horizonte de sucesos, una gran cantidad de energía es liberada, parte de ella en forma de luz que podemos detectar desde la Tierra. Los agujeros negros se transforman entonces en laboratorios únicos donde estudiar los fenómenos físicos más extremos. Este hecho es tan poco común que tan solo nos ha desvelado la posición de medio centenar de los 100 millones de agujeros negros que creemos que existen en nuestra galaxia, la Vía Láctea. Sin embargo, la cantidad de estudios que permite cada uno de estos pequeños, pero poderosos, astros es muy elevada. En el grupo de investigación del Instituto de Astrofísica de Canarias trabajamos diariamente con otros colegas, tanto españoles como de otras partes del mundo, en su estudio. Para ello usamos desde datos recogidos por satélites capaces de estudiar luz muy energética, como los rayos X, hasta el mayor telescopio del mundo en luz visible, el Gran Telescopio Canarias. Tras muchas horas de análisis e interpretación asistidos por nuestros ordenadores, amigos casi inseparables de cualquier astrofísico del siglo XXI, intentamos entender qué le sucede a la materia cuando se encuentra en estas condiciones tan especiales, irreproducibles en la Tierra.

Aunque, como en tantas áreas de la ciencia, siempre sabemos mucho menos de lo que nos gustaría, no podemos negar que en los últimos años hemos dado pasos firmes y, por ejemplo, ahora conocemos que los fenómenos físicos por los cuales la materia cae en el agujero negro produciendo una ingente cantidad de luz están íntimamente ligados a la expulsión de parte del material en forma de potentes chorros, que se mueven a velocidades cercanas a la de la luz, y masivos vientos. Por si fuera poco, en 2016 hemos asistido a un descubrimiento prodigioso: la detección de las ondas gravitatorias. Pregunta sencilla: ¿quién está detrás de la emisión de estas ondas por primera vez detectadas? Por supuesto, los agujeros negros. Y es que las grandes aceleraciones involucradas en el proceso de fusión de dos agujeros negros perturban el espacio-tiempo de tal manera que nosotros -nuestros colegas del experimento LIGO para ser precisos-, a 1.000 millones de años luz de distancia, somos capaces de medir cómo dos puntos cualesquiera en la Tierra se acercan y alejan siguiendo el patrón de ondas predicho por la Teoría de la Relatividad. Esta primera detección abre una nueva ventana para el conocimiento, ya que entre otras cosas permitirá el descubrimiento de agujeros negros que no estén interaccionando con material cercano y que, por tanto, no emiten luz. Esto último en sí mismo es materia más que suficiente para otro capítulo... Lo dicho, corren buenos tiempos para los amantes de los agujeros negros.

Recreación artística de un agujero negro engullendo materia procedente de una estrella cercana. Esta materia, al caer, gira en torno al agujero negro formando un disco que brilla intensamente. Asimismo, parte de ella es expulsada en forma de potentes chorros. Óleo sobre lienzo original por Montserrat Armas Padilla.

Teo Muñoz Darias (https://teomunozdarias.wordpress.com/) nació en La Gomera y creció en La Rioja, Navarra y Tenerife. Tras obtener el título de Doctor en Astrofísica por la Universidad de La Laguna, se marchó a Italia para trabajar como investigador postdoctoral en el Observatorio de Brera. A esta experiencia siguieron sendas estancias postdoctorales en Reino Unido, en las Universidades de Southampton y Oxford. Siempre dedicado al estudio de los agujeros negros, actualmente es investigador en el Instituto de Astrofísica de Canarias, donde acaba de obtener un contrato Ramón y Cajal.