Opinión | Retiro lo escrito

Una legislatura inviable

Lucas Bravo de Laguna.

Lucas Bravo de Laguna. / El Día

En Twitter un tipo me replica un tuit. Yo había escrito que Lucas Bravo de Laguna había sido un cargo público del PP, en efecto, pero hace bastantes años. El tipo replica que lo importante es que durante la pandemia era diputado de CC-UxGC y nadie lo dice. Me hizo gracia: en toda la prensa se había señalado la última filiación política de Bravo de Laguna en cuanto se tuvo conocimiento de la investigación e imputación de la Fiscalía. Su partido (Unidos por Gran Canaria) había firmado una coalición electoral con CC en las elecciones de 2019. El invento no fue muy afortunado. Lucas Bravo de Laguna intervino muy poco en la actividad de la Cámara y no participaba habitualmente en las reuniones de grupo parlamentario. En las elecciones autonómicas de 2023 ambos partidos decidieron no repetir. Y sin embargo se está intentando utilizar al fundador y exdiputado de UxGC como una prueba de que en las irregularidades en la compra-venta de material sanitario por parte de los amigos de Koldo García han participado personas de otras organizaciones políticas. Algo así como lo que se está intentando hacer con Tellado, portavoz del PP, en el convulso Madrid y sus acreedores. Es una técnica infantil y ceporra, porque el caso del señor Bravo de Laguna nada tiene que ver con la trama del ilustre asesor de José Luis Ábalos en el Ministerio de Transporte, donde, por cierto, se esperan dimisiones en los próximos días. Lo más simpático es que el sujeto que me replicó en Twitter me advirtió solemnemente que buscaría en mi TL para ver si yo había aclarado que Bravo de Laguna fue diputado de CC-UxGC. Es impresionante lo de esta recua de asnos que espían y reparten justicia en las redes sociales durante horas al día. Es una explosión cotidiana de tribalismo, odio, desprecio y mentiras.

Esto no se agotará pronto. El Gobierno central y el PSOE intentarán contraprogramar cada información negativa sobre este asqueroso asunto de las mascarillas. La estabilidad política se les ha complicado con la decisión del Tribunal Supremo de investigar a Carles Puigdemont por actividades terroristas por haber dirigido, impulsado o aleccionado a los grupos violentos de Tsunami Democratic. A pesar de las protestas los jueces del Supremo –que tomaron la decisión por unanimidad– no han condenado absolutamente a nadie. Simplemente sostienen que se han acumulado los suficientes elementos indiciarios para que Puigdemont –un prófugo en rebeldía para la justicia española– merezca ser investigado judicialmente y averiguar así si procede o no su procesamiento. Sin embargo esto ya es completamente intolerable para el Gobierno de Pedro Sánchez, los socialistas y los independentistas. El subtexto de su indignación es claro: la autoridad judicial no tiene que frustrar o menoscabar las decisiones políticas del Gobierno. Si lo hacen no actúan como un tribunal, sino como políticos. Es lo mismo, exactamente, que repiten los partidarios de Donald Trump cuando un juez lo expulsa de una primarias o un fiscal sostiene que un golpista comprometido abiertamente con una insurrección, jaleando a una multitud violenta, no puede presentarse a las elecciones presidenciales. Lo repiten continuamente los patriotas de Fox News: millones de estadounidenses quieren votar a Trump y si los jueces se empeñan en evitarlo están actuando como una fuerza política, no como funcionarios judiciales. Suelen agregar que estas decisiones judiciales dividirán más al país, tensionarán las pasiones, exacerbarán los ánimos de unos contra otros. La comparativa es muy interesante porque el delirio populista subyacente es el mismo. El poder político –el elegido por el voto democrático– es el único poder reconocible y los demás –el legislativo y el judicial– deben subordinarse obedientemente al mismo.

Lo mejor que podría pasar al país son elecciones anticipadas a partir del próximo julio. Los presupuestos seguirían prorrogados hasta el otoño. Esta legislatura es ya inviable. Insistir en lo contrario nos obliga a pagar un extraordinario precio político, institucional y económico difícilmente reparable.

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