Opinión | Risas y fiestas

Caminos oscuros

Caminos oscuros

Caminos oscuros / El Día

Hay caminos faroleados. En plan farolas por todas partes y, si acaso se queda alguna esquinita sin luz, se busca la manera de colocar ahí otra farola mejor incluso. Transitarlos está bien, supongo. No sé si «bien» es la palabra, más bien diría que transitarlos es inevitable, al final sales y si captas un sendero en el primer golpe de vista te parece que ya no tienes que seguir buscando. Si encima el camino te funciona. Es decir, si encima el camino resulta que es como cuando yo de pequeña soñé que la guagua me dejaba en la mismísima puerta de mi casa y no me cuestioné que, para que eso fuera justo, la guagua tendría que parar delante de todas las casas de todo el mundo o nada. Pues entonces ¿por qué vas a esforzarte más?

Lo que decía: transitarlos es tan sencillo que podemos pasarnos la vida sin enterarnos de que existen más caminos. Hablo de los caminos oscuros. A ellos se llega, supuestamente, por error. Tropiezas. Te desvías. Vas mirando para cualquier lado y de repente estás en un lugar en el que no has estado nunca y la realidad se te revela de una manera que te rompe: ah que la guagua para hacer esto que me hizo sentir tanta envidia de mi yo soñada tendría que, y no se puede. Entonces te puede invadir el pánico, porque para un camino faroleado nos estamos preparando toda la vida, toda la vida lo vemos desde la ventana e imaginamos su tránsito y vamos aprendiendo su forma y podríamos cruzarlo con los ojos cerrados si nos diera por ahí. Para un camino oscuro, todo lo contrario: caminarlo es inventarlo.

Ocurre que, por los recursos farolísticos y porque así es la existencia, caminos iluminados hay unos pocos. Los caminos oscuros abundan más. Unos pocos caminos se iluminan. El resto, y hay tantos, se dejan flotar en la marea del nadie nos señala ni nos nombra, del no estudiamos lo que pasa aquí, del si resulta que te ves en uno apáñatelas tú porque lo usual es que vayas por el raíl señalado.

Tiendo a imaginármelo así, la visibilidad de algunas identidades, de algunas maneras de hacer las cosas, como una luz que se colocó ahí por muchas razones. Creo que puedo haberme inspirado sin querer en las calles de mi pueblo, que durante mucho tiempo fueron justo ese contraste, zonas descuidadas en las que la bruma y la oscuridad que atravesábamos a ratos nos obligaban a encender las linternas de los móviles. O en las zonas de carretera, yo de pequeña flipaba cuando veía a alguien caminando de San Isidro al Médano, me parecía que eso no se podía y creo que lo que me daba miedo era el peligro. Si vamos a caminar por ahí de todos modos. Si hay un sendero y tenemos pies. Por qué nos niegan facilitarlo.

Pero no nos preguntamos por las paradas de los otros.

Solo si nos perdemos en una ruta en la que ni los dedos me veo ay mi madre ¿y ahora? nos vienen a la mente las otras gentes perdidas.

Y a la vez, solo cuando nos colocamos fuera de la vía y caminamos hasta El Médano a pie nos damos cuenta de que cualquier lugar es pisable. Solo con las linternas del móvil que parece que echan humo de esa niebla tipo Forks podemos encontrar la mejor forma, la mejor de verdad, de llegar a nuestra casa. Por eso hay que decir lo que no se dice. Hacer lo que no se hace. Ser lo que no está entre nuestros permisos. Pero sí entre nuestras certezas. Por eso hay que habitar madrigueras propias de las que salgan flores propias que podemos ir señalizando poco a poco, que la luz, el sonido, la carne, nos pertenecen también. Es difícil (ya les dije que el miedo que me daba lo de la autovía era el del peligro de los coches sin cuidado y la incertidumbre, la falta de carteles), y sin embargo más difícil es moverse solo en un sendero faroleado con toda la rabia y toda la inlibertad encima.

«Lo correcto» es una cosa sola. Las palabras bien usadas se usan de una manera. Inventar palabras con las pocas palabras que tenemos es infinito. Construir desde el fallo es infinito, y supongo que ese es uno de los ejes (no el único, por supuesto) de lo disidente, y por eso vamos tan festivas mientras pisamos esas piedritas cuyo color no se sabe porque no se pueden mirar largo rato y por eso quien no imagina qué habrá en las sombras no está vivo.

O sí está vivo, pero ojalá no se pierda nunca. Se dará cuenta de que se ha conformado con ser lo que más dificulta la nitidez. Una lámpara a toda mecha que no se apaga nunca.

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