Opinión | Venga, circule

Por un euro

Vi a algunas de las mentes más chuscas y estúpidas de mi generación y las siguientes decidir apostarlo todo a los clicks y ahora están en Instagram o en Youtube vendiendo a puerta fría ropa, cosméticos, suplementos alimenticios o, peor, sus filosofías de vida

Billetes de euro en una imagen de archivo.

Billetes de euro en una imagen de archivo. / E. D.

Tras casi veinte años -se escribe muy rápido, veinte años- de acceso ininterrumpido, libre y en ocasiones hasta ansioso a Internet hace tiempo que acepté que esto ya está muerto, se acabó. Lo siento mucho por quienes vengan después. Los bots, la cantidad de personas dispuestas a mentir y retorcer la verdad de formas extrañísimas por un miligramo de engagement, la forma en la que Google ya no sirve para hacer hasta la más simple búsqueda. No hay forma de recuperar al paciente, hay que dejar de intentar reanimarlo. Apaguen las luces del box. Todo es vendible, todo se compra. Los objetos materiales, las personas y su atención, lealtad y afecto. Vi a algunas de las mentes más chuscas y estúpidas de mi generación y las siguientes decidir apostarlo todo a los clicks y ahora están en Instagram o en Youtube vendiendo a puerta fría ropa, cosméticos, suplementos alimenticios o, peor, sus filosofías de vida. Los niños ya no quieren ser como Beckham o Zidane, ahora quieren ser como Llados. Los niños, los niños en el parque se gritan «Panza, panza, panza, mileurista, mileurista, mileurista, es como… fuck! Yo no puedo durar mucho aquí, sabes» o «Viva Franco». No ha sido suficiente con ceder nuestros espacios públicos y privados a anunciantes de marcas de teléfonos, hoteles, maquillaje o bebidas alcohólicas como si viviéramos en supermercados abiertos las veinticuatro horas, la bestia insaciable también engulló Internet y nos plantó capullos de gusano en las seseras. Cuando abro una aplicación cualquiera aparece de la nada ante mí un anuncio y otro y otro más, un mar de personas y productos que no me interesan en absoluto, que no tienen nada que ver conmigo; trato de pasar a la siguiente historia y ahí está otro panoli más intentando venderme algo, intento leer un post sobre cualquier cosa, me da igual de qué trate mientras no me intenten encasquetar nada, pero es imposible. Este tuit está promocionado, este también; a esta tipa una marca de comida preparada le ha regalado un descuento para usar en su web por cada amigo al que consiga liar para comprar allí también y acá la tenemos, sacándole fotos a platos que parecen auténtico vómito de perro anémico y asegurándonos que está todo buenísimo, que usemos por favor su código de descuento y compremos un par de tuppers. Me avergüenza en muchas ocasiones la ligereza con la que permitimos tantísima miseria.

El mundo está a punto de reventar por los costados mientras somos testigos de un genocidio y de cómo las vidas de miles y miles de personas al otro lado del mundo no le importan a casi nadie, ¿de verdad hace falta que Pepita monte con el dinero de papá y mamá una nueva marca de ropa para mujeres que «se olvidan de comer?» No me importaría si no fuese porque no paro de verla anunciándose entre los posts de mis amigos, así que he ido a bloquear su página aunque no la conozco de nada. Quizá sea una persona encantadora, no lo sé. Me da igual. En el siguiente truco de magia de la AEPD ahora los medios pueden intentar cobrarnos por rechazar sus cookies. Desactiva el AdBlock de tu navegador si quieres leer este artículo. ¿Me das un euro? No hay paz para los malvados y tampoco para los buenos. ¿Y ahora, me das un euro? Los clubs de lectura, que siempre fueron gratuitos, son ahora negocios de venta ambulante que se anuncian como encuentros intelectuales y casi exclusivos organizados por gente dispuesta a cobrarle a sus iguales cincuenta euros por una guía básica de lectura. Si tan solo Google funcionara como antes. Todos los grupos de amigos consideran que sus conversaciones insustanciales sobre la vida, la muerte o el amor son material divino para montar un podcast, y lo peor no es que lo monten grabándose con los micrófonos de sus portátiles en los comedores como grutas de sus casas de alquiler compartidas, lo peor es que también intentan que sus seguidores paguen por escucharlos tartamudear y casi atragantarse con su propia saliva. Críen cuervos y les dirán que de mayores quieren ser influencers.

Suscríbete para seguir leyendo