Opinión | La espiral de la libreta
Olga Merino
Ladrones de cadáveres, un ‘revival’ del siglo XIX
Mary Shelley acudía casi a diario al camposanto londinense de Saint Pancras a velar la tumba de su madre, fallecida en el parto. En esas idas y venidas, pudo haber prendido la chispa que la iluminó para acometer la escritura de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), pues en aquella época sobreabundaban los robos de cadáveres para abastecer a los anfiteatros anatómicos. Así lo atestigua el libro Diario de un resurreccionista (La Felguera), escrito entre 1811-1812, donde uno de esos saqueadores de sepulcros anota en su librillo de registro: «A las 3 de la madrugada nos levantamos y fuimos al cementerio del hospital, donde conseguimos 5 grandes».
El ombligo del mundo se situaba entonces en Londres, donde la sed de conocimiento científico y la pujanza económica galopaban de la mano sobre caballos de vapor. Florecían por doquier las escuelas de medicina, pero no había suficientes cadáveres para el estudio: por ley, solo los cuerpos de los ajusticiados podían derivarse a las aulas de disección. Así nacieron el negocio y un debate social sobre el que también elucubraron Dickens y Stevenson.
Pido disculpas por el exordio victoriano, pero vienen sedimentándose indicios de una regresión en el tiempo, de un viaje lisérgico al siglo XIX: el capitalismo se ha vuelto rematadamente loco, la inteligencia artificial amenaza con dejarnos sin trabajo y convertirnos en luditas redivivos; y los resurreccionistas han resucitado: la policía acaba de desarticular en Valencia en entramado criminal para la venta de cadáveres
Se sacaban un plus con las incineraciones, repartiendo los miembros diseccionados en ataúdes ajenos
Muertos sin familia
Hay cuatro personas detenidas, trabajadores de una funeraria, que falsificaban la documentación para poder retirar los cuerpos de hospitales y geriátricos con el fin de venderlos posteriormente a universidades para su estudio. A 1.200 euros cada finado. Buscaban muertos sin familia, gente en la cuneta de la vida o extranjeros, para que nadie los reclamara. Una vez concluía el estudio, los ladrones también se sacaban un plus con las incineraciones, repartiendo los miembros diseccionados en ataúdes ajenos. Glups.
Entre las muchas lagunas que horadan la coherencia del caso, del que ya se han desmarcado varias universidades valencianas, llama la atención que pesen sobre los detenidos las imputaciones de estafa y falsedad documental, pero nada respecto al hurto de un cadáver; ¿puede uno llevarse un cuerpo así como así? Lo ignoraba. Y aún otra incógnita: allá por 2012, en plena resaca de la crisis por el ladrillazo, varias facultades tuvieron que colgar el cartel de «completo» ante el repunte de donaciones de cuerpos a la ciencia, debido, entre otras razones, al ahorro de los 3.000 euros que viene costando un entierro. ¿Qué ha pasado en el ínterin? Si el dinero no sobra, será que se achican tanto el altruismo como el tiempo para el memento mori.
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