Opinión | Retiro lo escrito

Carnaval identitario

Segunda fase de murgas infantiles del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife 2024

Segunda fase de murgas infantiles del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife 2024 / Carsten W. Lauritsen

Un día alguien –aunque sea por aburrimiento– hará un estudio demoscópico sobre el carnaval de Santa Cruz de Tenerife –que al año siguiente será copiado en el carnaval de Las Palmas de Gran Canaria– y descubrirá cosas horrorosas, tétricas, inconcebibles. Por ejemplo, que a un 90% de la población del municipio le importa un higo pico que el concurso de las murgas infantiles se divida en dos frases, en tres fases o en trescientas. O que cuatro de cada cinco encuestados son incapaces de recordar el nombre de la Reina del Carnaval del año pasado y menos aún el de la empresa que patrocinó el majestuoso traje, tan majestuoso como el del año pasado, y del año anterior, y del año anterior del anterior: Fantasía Siempre la Misma. O que el porcentaje de mayores de 50 años en los bailes callejeros del carnaval tiende a cero. Las fiestas se han vuelto, más que jóvenes, adolescentes. En este país, Canarias, se producen dos alertas por maltratos y agresiones machistas cada día, pero en dos o tres noches carnavaleras se concentran más de 100.0000 personas sobre el asfalto una y otra vez orinado, y ni siquiera se oye un piropo guarrindongo. Eso es, al menos, lo que aseguran las sagradas escrituras de las fiestas desde tiempos inmemoriales. Debe ser que los empedusamientos y los disfraces transforman a todos los becerros sueltos en la madrugada en caballeros intachables.

Acaso sería perfectamente inútil una encuesta que describiera con un mínimo realismo los carnavales y la percepción que la mayoría social tiene de los mismos. Porque desde las instituciones, los partidos políticos y los medios de comunicación se presentan y exaltan los carnavales como una religión y en ocasiones, incluso, como una forma de patriotismo. Porque el carnaval es sustancia activa y legitimación de la identidad chicharrera. Y si alguien de la comunidad no comparte símbolos identitarios conmigo es, como mínimo, sospechoso: alguien que en puridad no forma parte de nosotros, porque no nos pertenece ni reclama pertenencia. La identidad carnavalera, como ocurre con las identidades categoriales, incorpora y neutraliza muchas otras, incluidas las identidades de clase: en el callejón del Combate beben, ríen y bailan Rodolfo Núñez y un parado de larga duración. O al menos así reza la leyenda, porque los carnavales integran fugazmente identidades múltiples, pero tienen su propia y cambiante geografía de subgrupos y categorías económicas, salariales y sociales. «Esto se está llenando de lajas», le escuché decir con cierto asquito a un empresario de éxito y coyuntural diputado, en una noche carnavalera, a mitad del callejón arriba citado, con un etiqueta negra en una mano y una rubia de bote en la otra. Más problemática es la integración de la identidad étnica o racial en las fiestas. Con la incorporación de latinoamericanos no se detectan fricciones. Con orientales o negros las cosas son un poco distintas. Como un chicharrero de corazón (sic) ama el carnaval o lo siente al menos como parte de su imaginario y de su vida cotidiana, estas reticencias étnicas no son a largo plazo un buen augurio para la popularidad de las fiestas.

Al fin y al cabo las carnestolendas chicharreras son celebraciones mesocráticas en las que no se exige nada, salvo entusiasmo, identificación emocional y adhesión inquebrantable a todos los rituales y formatos de las fiestas. Yo he conocido (como todos ustedes) a reinas y damas de honor que eran francamente feas, desabridas, indiferentes. Pero es igual. Contra lo que ocurre en otros concursos, las aspirantes no desfilan, no cantan ni bailan, no responden a ningún cuestionario. Se descubre el rostro y la voz de la ganadora después de finalizado el concurso, no antes ni durante el desarrollo del mismo. Las candidatas son básicamente el soporte y la fuerza de tracción de trajes singularmente aparatosos. Esa circunstancia ha servido, en los últimos años, para defender que nada hay de machismo en el concurso y que, por lo tanto, no merece ninguna revisión sustancial. Tiendo a creer lo contrario: no se distingue la belleza, personalidad o simpatía de las candidatas; a quien se galardona, en realidad, es a los diseñadores, en una abrumadora mayoría hombres. Pero yo no soy carnavalero. Solo me asombra un carnaval tan fielmente casado consigo mismo.

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