Opinión | Retiro lo escrito

Un horror nauseabundo

Kevin Spacey, en una de sus declaraciones en Londres.

Kevin Spacey, en una de sus declaraciones en Londres. / EFE

Hace varios meses el actor Kevin Spacey quedó exonerado de todas las causas judiciales relacionadas con denuncias por abusos sexuales. Los escándalos destruyeron una brillante carrera como actor, director y productor en cine, teatro y televisión y su rehabilitación todavía parece harto dudosa. Spacey se ha gastado una fortuna en abogados y consiguió que se retirasen algunas de las denuncias –las menos ciertamente– gracias a acuerdos extrajudiciales que tampoco le han salido baratos. De los más de treinta casos que hundieron su imagen y lo aniquilaron profesionalmente para placer de los bienpensantes y de la industria hollywodiense siempre me llamó la atención uno que destacaba por varios rasgos sorprendentes.

Esta denuncia la presentó un hombre cercano a los treinta años, alto, fornido y practicante de deportes de riesgo. Declaró que estaba tomando una copa en un bar de Los Ángeles, ya entrada la noche, cuando Spacey, por entonces de unos 52 o 53 años, entró por la puerta y se dirigió inmediatamente a la barra. El actor nunca destacó precisamente por el esplendor de su físico o por sus intereses deportivos. Mantuvieron una breve conversación. Acto seguido el denunciante se levantó y se dirigió al cuarto de baño para gestionar sus aguas menores, y según declaró ante la policía –y después frente al juez– Spacey lo siguió al cuarto y después de escupir una obscenidad, le cogió por los glúteos y se los toqueteó durante varios segundos. El denunciante, supuestamente angustiado y humillado, se zafó del actor y abandonó precipitadamente el establecimiento. En cuanto a Spacey, volvió a la barra y terminó tranquilamente su bourbon con hielo. Pagó añadiendo una propina y se largó. Se me antoja muy instructivo el comportamiento del denunciante. Compró tranquilizantes en una farmacia cercana. Al día siguiente visitó a un médico con un cuadro de angustia incontrolable. Pocas horas después llamaba a un blog sobre famosos y, luego, a un periódico, para contar su terrible experiencia, que resumió afirmando que Kevin Spacey había intentado violarlo, al parecer, a base de pellizcones en el trasero. Solo entonces, con toda la escenografía a punto y el guión bien aprendido, llamó a un amigo suyo abogado e interpuso una demanda por agresión sexual.

Quizás todo sea verdad. No es imposible que Spacey le haya seguido al retrete y le haya puesto la mano en el culo mientras le susurraba una guarrada. Pero no se trata de una víctima –hombre o mujer– en inferioridad de condiciones físicas o psicológicas, o en una situación de asimetría social ante un superior profesional que abusa de su poder, o de un asaltante que utilice un arma para conseguir su libidinoso objetivo. Es un cincuentón fofo y con apenas resuello que se sobrepasa con un hombre joven que levanta 100 kilos en un press de banca. Una situación tan terrorífica hubiera quedado resuelta soltándole dos bofetadas a Spacey sin necesidad de distraer recursos de la administración de justicia ni armar un escandalete en la prensa. Salvo que el joven por supuesto, no estuviera pensando en el honor mancillado de sus nalgas, sino en su cuenta corriente.

Entremezclado con la denuncia contra la violencia sexual contra las mujeres y la urgencia en exigir una plena independencia vital sobre un núcleo de nuevos derechos –sin los cuales no puede hablar de una sociedad democrática– está un neopuritanismo censor, cerril, incansablemente vigilante y codificador. Un neopuritanismo que pretende establecer protocolos inflexibles en las relaciones entre los ciudadanos por razones de identidad sexual, étnica o cultural. “Quieren que usemos una cortesía helada, con atención paranoica a las palabras, y nos entregan a cambio eufemismos y monsergas moralizantes, manuales de urbanidad, vigilancia de las costumbres y represión de los instintos”, como apunta Juan Soto Ivars. Incluso se insinúan contratos –por el momento verbales– que establezcan las condiciones para intercambios sexuales: el no es solo no, pero el sí no siempre es así y demás etcéteras del buenismo woke, tribal e identitario. Sentenciar toda una vida, hundir irreparablemente un prestigio profesional, desgarrar brutalmente una familia a causa de una supuesta agresión sexual –calificando como tal, por ejemplo, una caricia– es uno de los horrores nauseabundos de nuestro tiempo y se lo debemos a todos los que quieren que la vida sea un estricto espejo de sus miedos, hipocresías y prejuicios.

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