Opinión | Artículo Indeterminado

Ana Martín-Coello

Negarlo todo

Hubo en tiempo en el que lo negativo era lo que su propio nombre indica y aquellos que se oponían, por sistema, a todo, se consideraban gente sin textos.

Hubo un tiempo en el que hasta los cómics –colorines en canario– retrataban, con sorna indisimulada, a quienes se negaban al avance en una sociedad cuyo cambio era, ya, imparable.

Los que tenemos una edad y vamos camino de tener dos no podemos olvidarnos de Carpeto Veto y su lema «¡Veto! ¡Rehúso! ¡Rechazo!».

Veto, que reinaba en las páginas de varias revistas de humor gracias al ingenio de Gosset, su creador, rechazaba cualquier cosa que no estuviera fabricada en España, exhibía una moral puritana, protestaba por todo lo que oliera a avance y mantenía una expresión furibunda y una perenne mueca de desagrado bajo su bigotito.

El nombre, maravillosamente traído, viene del adjetivo carpetovetónico, claro, y los avíos indumentarios del personaje –por hablar en su idioma– eran clavaditos a los de Este señor de negro, que retratara Mingote, dirigiera Mercero en la única tele que teníamos entonces, y encarnara el gran José Luis López Vázquez a finales de 1975. El personaje de Sixto Zabaleta, joyero en la Plaza Mayor, era, ya digo, casi calcado en querencias, manera y actitudes a su sosias del tebeo. Y puede ser que Gosset se inspirara en él o, simplemente, que coincidieran en el tiempo, porque eran individuos muy presentes en el imaginario colectivo a los que, en cualquier caso, no se les ponía mucho asunto como no fuera para criticar su ridiculez.

La del retrógrado, la del negacionista del progreso era una figura, como ven, que en la democracia recién estrenada provocaba sonrisas por caduca y obsoleta y porque la mayor parte de la población estaba segura de que un pensamiento que representaba el pasado más oscuro no tendría cabida en el futuro que se imaginaba luminoso y perenne.

Pero la cosa se ha puesto seria.

Y hoy, estos dos personajes siniestros tienen equivalentes reales que no solo no mueven a risa, sino que acumulan clubs de fans alrededor del mundo y cientos de miles de seguidores que pontifican en canales de Youtube y de Twicht sobre las bondades de sus ídolos.

Lo que antes era mofa se ha convertido en dogma, en nuevo evangelio.

Ha bastado menos de medio siglo para que se haya asumido como normal e, incluso, como pretendidamente valiente, disruptivo, dicen, que vivamos entre negacionistas de todo. Del cambio climático. De la dictadura. De las vacunas. De la violencia machista. De la medicina. De las tormentas y su alcance.

Porque, ¿a quién va a creer usted, a mí o a sus propios ojos?

Es este el totum revolutum. Se mezclan, mundo a través, la ingesta de lejía con la creencia en los chemtrails, mientras se niegan el calentamiento global y el cáncer, se denuncia que el gobierno nos espía y se sube a los altares, en uno y otro lado del charco, a políticos mesiánicos que lo mismo clonan a su perro que te dicen que el asesinato masivo de compatriotas no existió jamás.

Ahí es cuando se nos congela la risa.

Cuando, por ejemplo, Argentina tiene que luchar contra negacionistas de su pasado más oscuro y difícil. Con gente que cuestiona que durante la dictadura se vulneraran los derechos humanos. Que niega, incluso, la ESMA y sus terrores, insultando la herida aún sangrante de los desaparecidos.

Cuando en este país nuestro hay quien todo lo quiere minimizar, que es el paso previo a la negación, y quien dice que la violencia machista es un invento ideológico pese a que, en los últimos trece años, se han interpuesto más de dos millones de denuncias.

El negacionismo, por más que lo caricaturicemos, es una mezcla de estupidez y maldad en partes variables que, como broma, hace mucho que dejó de tener gracia.

@anamartincoello

Suscríbete para seguir leyendo