Opinión | LE FUMOIR

Javier Puga Llopis

A pleno sol

Las tareas de extinción se han visto complicadas por una orografía difícil en la que solo pueden llegar los medios aéreos.

Las tareas de extinción se han visto complicadas por una orografía difícil en la que solo pueden llegar los medios aéreos. / EFE

Todos los veranos deberían parecerse a una película de Rohmer, tediosos y sensuales, con una joven de la que enamorarse sin jamás acostarse con ella, pues el calor dibuja espejismos de lascivia a la hora de la siesta, que se desvanecen al caer el sol, cuando ya no apetece comer higos y el pecado ya es sólo fantasía. A veces la posibilidad de algo es más bonito que ese algo. Yo viví quince enamorado de la misma garota a la que, por supuesto, nunca conseguí. Fue mi Madame Chauchat y mi amor más duradero. Lo contrario puede acabar como Un verano con Monika, en el que empiezas julio niño de entusiasmo, y terminas agosto con todas las servidumbres de la vida adulta sobre tus espaldas.

Todos los veranos felices son el principio de Bonjour tristesse, hasta que esa perfección casi geométrica de la compañía adecuada se jode y la cosa acaba en tragedia, pasando del technicolor al blanco y negro. La estación se presta al horror vacui, por no saber uno qué hacer con un tiempo que se vuelve sólido, como en el sanatorio de Davos, y que sin embargo parece que nos huya, como una corriente de aire entre dos puertas, en los meses fríos. En invierno uno tiene más derecho a deprimirse. En verano sólo a aburrirse.

El verano es una larguísima cinta de celuloide. Es La rodilla de Clara y el triángulo amoroso de La Piscina. Es Edward Fox queriendo matar a De Gaulle desde una azotea. Es la fuga adolescente de Los juncos salvajes y la veloz despreocupación de Gassman frente al destino en Il sorpasso. Es Keira Knightley en traje de baño de un blanco impurísimo, fumando languideciente y blasée sobre un trampolín, antes de que su vida se hunda para siempre en la ciénaga de la guerra, expiando pecados que no eran suyos. El verano es el tinte corrido sobre la tez blanca y corrupta de Gustav en Muerte en Venecia, y es Gatsby flotando boca abajo en su piscina llena de decadente opulencia. Son las blondas de encaje tendidas en el gineceo aireado de Belle époque y es BB preguntándole a Piccoli si le gustan más «sus senos, o la punta de sus senos» en Le Mépris. Es Gabino Diego sobre una bicicleta, haciéndose mayor a cada pedalada un 18 de julio que duró cuarenta años, y es la turbación adolescente de Elio entre campanas sesteantes y admonitorias en Call me by your name.

El verano es voluble e induce a la pendencia y al crimen, sobre todo en literatura, que es la vida, negro sobre blanco. Que se lo digan a Meursault en su playa maldita, o a Tom Ripley, que, en su afán por la suplantación, ciego de envidia, rompió el espejo en el que se miraba con el remo de una barca. O a Ahab en su titánico vaivén con la ballena con nombre de parque acuático. El verano es sol de justicia, y es Atticus Finch rescatando a un hombre inocente de la humedad asfixiante de la segregación racial en Matar a un ruiseñor, uno de los títulos más bonitos de la historia de los títulos.

El verano es solaz y es guerra. Es Sarajevo en el 14, y es la Liberación de París en el 44. Son los dandis voladores de la Batalla de Inglaterra con sus fulares al viento en sus Spitfire, las muescas de sus derribos grabadas en la carlinga de sus pájaros de hojalata. Es El mar de las Sirtes y su bélico letargo entre dos orillas de incomprensión. Es Haile Selassie pidiendo socorro en la Sociedad de las Naciones. Es Hiroshima y es Sicilia. Es Barbarroja y es Melilla. Es la independencia de la India y los ríos de sangre de la Partición. Es una playa de Gaza. Es Inchôn y es Little Bighorn. Es el hielo de la Historia.

El verano es solipsismo en una toalla. Es una tregua en nuestra batalla. Es la trascendencia en lo liviano. Es un libro que nunca acabamos, y que la suerte abre siempre por una página distinta. Es una rayuela pintada en una placita, a la sombra de un castaño de indias. Es el destino arrastrando, lento, su carromato lleno de azares, mientras creemos oír, a lo lejos, en duermevela, a las cuatro de la tarde, sus ruedas rechinar por las callejas en cuesta de nuestra vida.

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