Opinión

La Feria

Atracciones de las ferias.

Atracciones de las ferias. / Carsten W. Lauritssen

Las monedas roñosas y desgastadas de los cochitos moches conservan la picaresca y la sabiduría cuaternaria del mundo de los feriantes. Subirse a esos vehículos del caos era el indescriptible regocijo de cualquier niño o niña que anhelaba presumir de conducción velóz y eficaz en aquellos circuitos dipuestos para el apocalipsis. Los autos de choque, para los más instruidos, eran la plataforma esencial para seducir o invitar a la acción a la pretendienta del momento. Una lección de virilidad comparable al primer cigarro Bisonte, al deleite del malibú piña con seven up como solución eficaz para el cortejo infalible o el irrechazable aroma del perfume Harley Davison. Los más gallos llevaban el volante con walkman y un cigarrito en la trompa. Para mí, la feria era el espacio sagrado y acotado para el goce distraído y ameno de aquellos pubertos que desconocían las fauces ocultas de la marcha nocturna. Cuando se escuchaba el estruendo de los camiones al llegar a la ciudad, se abría un paisaje de diversión al alcance de aquellas 500 pesetas con las que sufragar un par de viajes. Su comparecencia en la explanada del muelle era la oportunidad para los temporeros de la ciudad, para el ejército de quinquis locales contratados por unos cuantos billetes verdes con el objetivo de intimidar a los pícaros y colocar bien las tablas de madera roída que sujetaba las estructuras. Era un ritual extraordinario. Una oda a la fantasía ver cómo calzaban las megaestructuras con un taco de palets. Y poco pasó. Recuerdo que hace años mi prima acabó en los diques del muelle de Santa Cruz de La Palma. Se soltó unos de los brazos de la mítica atracción conocida como El Pulpo y viajó en primera clase unos 15 metros. Salió milagrosamente con algún rasguño y unos cuantos miles más en su cuenta bancaria como indemnización por aquella vuelta que no pidió. La cara de la amiga que al final no se subió era un poema. A día de hoy, con una sofisticación a la altura de un cucharón, no entiendo cómo se permiten salvajadas tan divertidas como El gusano loco; La Movida; El Saltamontes; o La Barca Vikinga, sistemas neolíticos capaces de retar a las leyes de la gravedad. Eso sí, si existe una atracción sin el más mínimo sentido, esa es la del Tren de la Bruja. La gracia consistía en un expresidiario barbudo disfrazado de bruja cuya misión era pegarte con una escoba. Su contrato lo fijaba como autoridad para amenazar a los clientes con un tridente y regarte de agua sucia hasta los calcetines. El susodicho se colgaba del tren y salía de forma sorpresiva para dedicarte una somanta de escobazos que pagabas con gusto. Una burrada pintoresca. Sin embargo, detrás del entretenimiento, la nostalgia y la fiesta, se esconde una realidad dura y complicada. Vivir en la carretera durante gran parte del tiempo, rulando de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad en condiciones bastante precarias. Una vida nómada para intentar llegar a fin de mes. En España existen alrededor de 10.000 feriantes, de los cuales, la mayoría, sufrió de forma directa el impacto del Covid, lo que provocó el cierre total de sus negocios. La situación de vulnerabilidad social del colectivo de feriantes es significativa, quizá más acuciante que en otras actividades industriales. Aún así, siguen viniendo, cada vez menos, pero ahí están subsistiendo como pueden en un oficio que necesita renovarse y entenderse.

@luisfeblesc

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