Opinión | Retiro lo escrito

El hijo de Primo

Tumba de José Antonio Primo de Rivera en la basílica del Valle de los Caídos.

Tumba de José Antonio Primo de Rivera en la basílica del Valle de los Caídos. / JOSÉ LUIS ROCA

«El hijo de Primo». Casi siempre, cuando alguien recoge una alusión de Francisco Franco al fundador de Falange, se contiene en esos términos. El hijo de Primo. Es una locución de una clara intención derogatoria. Pretende definir a un sujeto por su padre, como si no hubiera aportado nada por su cuenta. Cierto es que  Franco y Primo de Rivera se profesaron una mutua antipatía. Pero ahora mismo eso es menos problemático que antes. Ahora mismo lees a tarados de treinta años que en Twitter confunden al padre con el hijo. Da igual. En realidad todas estas confusiones - desde la de Franco a la del tarado tuitero - están propiciadas por las del propio Primo, que siempre se tomó por algo que no era y que entró en política para defender la memoria de su padre -el espadón muerto de una tristeza diabética en el exilio después de dimitir- y terminó como fascista sui generis frente a un pelotón de fusilamiento. El fascista, fascista de verdad y no por casualidad, fue Ramiro Ledesma, el creador de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, que leía a Hitler -y a Heidegger- gracias al alemán que aprendió por sí solo en la biblioteca del Ateneo de Madrid. Onésimo Redondo era un reaccionario asalvajado. Entre ambos Primo de Rivera, el hijo de Primo, era realmente el triple producto de los prejuicios de una élite aristócrática y militar, la coquetería literaria y un testosterona mal sujetada con un nudo Windsor.

Cabe sospechar que Primo de Rivera se fue facistizando porque era la única manera de conquistar una identidad política propia - en España, a la altura de 1933, todavía no existía un movimiento fascista articulado- y por la atracción de una retórica ardiente, combativa, romántica y macho. Era un chico -también treintañero- que no conseguía ni quería superar la desconfianza hacia una oligarquía dirigente que se deshizo de su padre, el dictador, como agua sucia cuando ya no le era útil para salvaguardar sus intereses. Sin duda -y tal vez sin hipocresía- se creía un revolucionario. Para Primo de Rivera la República era una mierda intolerable pero el régimen de la Restauración no le parecía mucho mejor. Corrupción, venalidad, mediocre ensimismamiento, vulgaridad, pobreza, injusticia, olvido de cualquier compromiso histórico o ideológico de las clases dirigentes. En ese lodazal habían sumergido a España, según Primo de Rivera, y le indignaba. Había que cambiarlo todo, y coincidía con la mayoría de la izquierda en que podía hacerse en un plis plas. Y como la mayoría de las izquierdas también, por las buenas o por las malas. Él incluía en su programa básico la nacionalización de la banca y de todos los servicios públicos, la creación de patrimonios comunales en los pueblos, la reforma agraria. Primeros cientos, luego miles de jóvenes le creyeron y se lanzaron a matar y a morir por esa aspiración que, al fin y a la postre, se redujo a pura chatarra retórica, a eslóganes vacuos de lo que vendría después. 

Falange nunca fue particularmente agasajada -ni en lo político ni en lo financiero- por la plutocracia antirrepublicana. Primo de Rivera ni siquiera pudo revalidar su escaño en el Congreso de los Diputados en febrero de 1936. Franco no se interesó demasiado en conseguir su liberación de la cárcel de Alicante, a la que fue trasladado desde Madrid. Ahí fue fusilado por quienes aseguraban que participó en los planes del golpe de Estado de julio de 1936. Está acreditado que Primo, en efecto, tuvo contactos con figuras golpistas, y puso su modesta organización al servicio de los sublevados, pero jamás estuvo en el meollo de la conspiración ni planificó nada. Todavía no había empezado a pudrirse su cadáver y Franco ya había convertido al hijo de Primo en icono de su brutal y reaccionaria dictadura. No tardó en encarcelar a su sucesor al frente de Falange, un obrero llamado Manuel Hedilla, que pasó sus primeros durísimos años de condena en la prisión provincial de La Palmas de Gran Canaria. Ahora el Gobierno español saca los huesos de Primo de Rivera de Cuelgamuros. Actúa movido por una suerte de exigencia democrática. Quizás sea la penúltima confusión que genera el hijo de Primo. 

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