Opinión

El Punto en la Plaza

El Punto en la Plaza

El Punto en la Plaza

Por muchos antecedentes y consecuentes, el Punto en la Plaza está inscrito en la historia pública y secreta, grande y chica de Santa Cruz de La Palma; es el justo medio de su Semana Mayor, secuenciada en el siglo XIX con intención didáctica y catequética y que dispone las estampas ordenadas desde el Prendimiento en el Huerto de Getsemaní a la Crucifixión en el Gólgota y el Entierro de Jesús. Sin necesidad de anuncios escritos y sonoros, los palmeros lo tenemos anotado en nuestra agenda íntima y, en loor de multitudes, comprometemos nuestra asistencia a un acto que supera, para bien, credos, ritos y costumbres y que tiene tanto de piadoso como de social. Detrás de un uso común en los cultos de pasión –el encuentro en el Camino del Calvario del reo y de su angustiada madre– encierra también méritos e infamias, grandezas y curiosidades que lo adornan y singularizan. Anexa al convento dominico, en la opulenta iglesia de San Miguel de las Victorias –un monumento de la mayor exigencia barroca, con retablos, coro y púlpito en ese orden– recibió culto en el siglo XVII el Nazareno con la cruz a cuestas, una recia escultura de candelero que, en la procesión del Miércoles Santo de 1679, fue víctima de una profanación sonada. Al paso del cortejo por la Calle Real, una demente –María Rius era su nombre– le arrojó un vaso de inmundicias entre el asombro y consternación de los fieles; se hicieron piadosos desagravios e incluso se fabricó una ermita para la que se encargó al imaginero sevillano Hita y Castillo una espléndida talla de Jesús de la Caída; devorado el inmueble por un incendio, la espléndida imagen pasó al cenobio franciscano de la Inmaculada Concepción.

Nutrida e influyente, la Venerable Hermandad de Jesús de Nazareth decidió adquirir una escultura de superior calidad y acudió al mejor artista del periodo –Fernando Estévez de Salas–, que había dejado muestras de su talento en la renovación neoclásica de la parroquia del Salvador: los ángeles turiferarios y los adorantes del altar mayor, y las Lágrimas de San Pedro y la Virgen del Carmen, ubicadas en retablos gemelos en las naves laterales del primer templo palmero. El celebrado escultor mantuvo una fraterna amistad con el beneficiado Manuel Díaz, que cumplió en la Villa de La Orotava el destierro impuesto por Fernando VII por su liberalismo y avanzadas ideas sociales. La serena belleza del Señor del Perdón fue el modelo elegido por los cofrades, que comisionaron a Luis Van de Walle Llarena para formalizar el encargo; éste acudió a un paisano para que vendiera unas potencias de oro para pagar las tallas y, ante la inesperada estafa, el quinto marqués de Guisla las pagó de su peculio. Veinte años después de su primer trabajo, con mayor sabiduría técnica si cabe y con la misma sensibilidad, Estévez dejó otras dos obras maestras de la escultura piadosa de Canarias.

Frente a la costumbre dominante de los desfiles nocturnos, en las primeras horas de la tarde y, desde la sede común de Santo Domingo, salen las tres imágenes que protagonizan la esperada y simbólica coincidencia; primero y ligero San Juan Evangelista, tallado por Manuel Hernández, El Morenito (1802-1871), primero aprendiz y luego continuador destacado de Luján Pérez; lo portan los jóvenes por la Calle de la Luz; en igual itinerario que la Mater Dolorosa, un prodigio de elegancia y dolor contenido. Por último, el Nazareno, la obra cimera de Estévez para los críticos, escoltado por cuatro angelitos cubanos con los símbolos de la Pasión, cargado por sus cofrades por San Telmo y la Luz y las empinadas escaleras de la Cuesta Matías; con paso solemne avanza por la Calle Real y, a medio camino, lo descubre el discípulo amado y, tras la sorpresa y el dolor, corre hasta el cruce del Puente y comunica a la Madre la terrible noticia. Y los tres, con distinto ritmo, marchan hacia la reunión en la Plaza de España. En un enclave renacentista formado por las Casas Consistoriales, la parroquia del Salvador y la Fuente pública transcurre la solemne ceremonia amenizada por el motete O vos omnes. Aquí vuelve a salir el polifacético sacerdote –Señor Díaz para sus coetáneos y la historia– que compuso y adaptó motetes para los pasos centrales de la Pasión y Muerte de Jesús y que, escritos para voces masculinas y también con coralizaciones mixtas, llegaron hasta nosotros.

El Punto en la Plaza marca el tramo estelar de unas jornadas donde se juntan valores artísticos y catequéticos, donde agrupados en nutridas cofradías los ciudadanos cumplen con la devoción y la tradición en un marco urbano de singular dignidad, sólo vulnerado por adefesios contemporáneos frutos de la especulación y la permisividad política. En todo caso, si hoy estás en La Palma aprovecha para disfrutar, desde la fe y la estética –es tu elección– de una ceremonia secular que pervive en un clima de admirable vistosidad y respeto.

Suscríbete para seguir leyendo