Opinión | EL RECORTE

Más impuestos

Si subir impuestos fuese intrínsecamente bueno, no habría ningún problema. Los impuestos serían del cien por cien de lo que ganamos y seríamos todos felices trabajadores de un Estado totalitario. Si, por el contrario, lo absolutamente bueno fuera bajarlos, la decisión sería que nadie pagase ni un euro y volviéramos a una sociedad selvática, en la que regiría la ley del mas fuerte.

Como es obvio, la fiscalidad, que es lo que sostiene a los estados modernos, es un sistema de equilibrio dinámico. Un pozo que extrae riqueza y cuyo caudal ha de subirse o bajarse en según qué momentos. Sirve para sostener los costos del Estado y de los servicios públicos. Y también a instituciones, partidos políticos y sindicatos, agentes del sistema democrático. Y como en todo sistema complejo, no es fácil encontrar el punto justo de equilibrio en cada momento.

El problema es el de siempre: el insoportable fanatismo de la sociedad que vivimos. Los mismos partidos y medios que cargaron de forma inmisericorde contra el PP de Rajoy, que subió miles de millones en impuestos en 2012, defienden hoy que hay que aumentar la fiscalidad en este país. Y los herederos de aquellos que subieron tantos impuestos, cargan ahora contra el PSOE de Sánchez por pretender hacer lo mismo. La coherencia y España nunca van de la mano.

Si nos abstraemos del sectarismo, la fiscalidad es una herramienta que hay que manejar con cuidado. Los impuestos son esenciales para mantener nuestras sociedades, desde el sistema de pensiones a los servicios de salud pública. Pero es igualmente cierto que los gobiernos que llevan el dinero desde los que pagan a los que reciben se quedan con una parte de los recursos como precio por la gestión. Cada vez más. Y con ella sostienen los fastos y gastos propios. La burocracia crece como una enredadera inútil. Y los políticos se otorgan privilegios, como no pagar impuestos por una parte de sus ingresos o que los partidos no tributen a Hacienda como el resto de las sociedades.

Las administraciones públicas –de derechas, de izquierdas o mediopensionistas– tienden a gastar cada vez más en su propio bienestar. Los costos de intermediación son cada vez mayores y lo que realmente llega a los que lo necesitan se distribuye de forma ineficaz, errática y poco ágil. El pozo fiscal saca más recursos, pero nadie se está ocupando de que el yacimiento –la economía productiva– siga produciendo la suficiente cantidad para poder seguir explotándolo por muchos años. Este debate infantil sobre la fiscalidad produce el mismo hastío que la política contemporánea. Es un debate para votantes idiotas.

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