Hace siete años un amigo cuya información era fiable avisó de que José Manuel Caballero Bonald estaba en peligro de muerte. Desde ese momento tuve siempre en mi cabeza esa noticia vieja y desmentida después por la recuperación firme de la salud del poeta jerezano. De modo que no hubo un momento en que, como en aquel instante, no temí que cualquier día se produjera tamaño desastre. Pepe Caballero, como lo llamábamos todos, era un hombre cabal, un prosista extraordinario, un poeta que no permitía giros frívolos en el discurrir impertérrito de su literatura. No había soborno posible que lo llevara a frivolizar ni una línea de todo lo que escribió. Finalmente, la noticia que siempre se confirma, la noticia de la muerte, se produjo hace dos semanas, y fui el primer periodista que la conoció por razones que se entienden por la hora, las ocho de la manaña, en que se produjo el fallecimiento. Mantuve siempre con su mujer, Pepa Ramis, igual relación de cercanía que la que tuve con su marido. Los conocí juntos en Madrid, por intermedio de Fernando Delgado, nuestro amigo, poeta, narrador y periodista, que vivía con su compañero José Luis Toribio en el mismo vecindario que Pepa y Pepe.

Al propio Caballero Bonald lo conocí mucho antes, en Tenerife, allá por el año 1970, cuando vino a la isla a dar un recital poético, a participar en un premio o vete a saber para qué, como hubiera dicho él mismo, que cuando se refería al número de sus hijos siempre decía “seis, siete u ocho, vete a saber cuántos”. En aquel momento él iba como siempre fue, con unas guayaberas blancas que provenían de su gusto cubano por la comodidad de las ropas frescas. Caminaba mirando hacia un lado, buscando la parte interior de las aceras. Y no sé exactamente cuándo pasó por la isla pero, por esas cosas que no se sabe cómo ocurren pero que son así, me acuerdo perfectamente del momento en que pasó de seguir por la acera del Estanco Conchita a introducirse en lo que es verdaderamente la Rambla, antes llamada del 11 de febrero, después del General Franco (así se llamaba en ese momento) y ahora me parece que tan solo La Rambla.

Fue un giro de calle a Rambla que provenía, supongo que así sería, de su deseo de hacer ese paseo enteramente, no constreñido al paseo por una acera, que obliga a una incomodidad propia de la cicatería urbana. Luego hubo otros recuerdos isleños, como cuando él, Carlos Barral, José María Castellet y otros alegres muchachos venidos de la Península, quisieron escuchar un concierto de Los Sabandeños en Punta Brava, al extremo del Puerto de la Cruz, mi pueblo, y terminaron, ya de madrugada, lavando pescado bajo el chorro del muelle para que yo se lo llevara a mi madre. Cuando leí Agata ojo de gato me quedé enganchado a su literatura, y aunque luego vino, al principio de siglo, su Examen de ingenios, aquella novela misteriosa y terrenal se quedó siempre en mi memoria de lector como un inconmensurable continente de su prosa.

Esa relación incluyó muy pronto a Pepa, que esa mañana de domingo, cuando falleció su marido, me llamó desde el teléfono que en mi pantalla de móvil yo tengo registrado con el nombre del poeta de Jerez. Dijo Pepa, simplemente, “Juanito, se acabó”. La noticia heló el tiempo en ese momento preciso, pero ella continuó, más serena que yo. Quería el nombre de un tanatorio donde la familia quería que los amigos despidiéramos a Pepe, el mismo tanatorio, decía, en el que se hizo lo propio con otro de sus grandes amigos, Ángel González.

Fue un tiempo de aturdimiento, un final de partida, el término de una época en que la amistad entre aquellos escritores del 50 y las generaciones sucesivas permitió una convivencia literaria difícil de repetir. Unos días después, esta misma semana que se acaba, tras recibir el premio Cervantes de manos del rey Felipe VI, murió Francisco Brines, a quien todos llamábamos Paco, y que vino a Tenerife casi al tiempo que aquella visita de Pepe, atraído seguramente por la invitación de sus amigos Fernando y Toribio, que eran igualmente vecinos suyos en Madrid, en igual barrio que el de Caballero Bonald. Brines se alojó en un hotel que estaba junto a la plaza de la Candelaria; aprovechó su estancia para presentar el libro de un poeta grancanario que quería, además, reproducir su texto para que EL DÍA, mi periódico entonces (y ahora), lo publicara. Como entonces no había ni calcos ni fotocopiadoras, fue el propio poeta insular el que transcribió las miles de palabras de aquel manuscrito y fui yo, eso me tocaba, el que luego lo llevaría a la redacción del diario para que saliera en sus páginas literarias.

Entonces yo era aún más indocumentado que ahora, pero le hice a Brines una entrevista. Por una de esas razones de la ignorancia terminé titulando la charla Un garcilasista recorre la isla, barbaridad con la que él se río mucho, pues en su poesía tan inteligente, tan pura y tan propia, no había ni un gramo de aquel Garcilaso con cuyas raíces me confundí. Luego Brines fue un guía nocturno de Madrid para muchos de nosotros. A alguna hora nos dejaba para adentrarse por su cuenta en las veredas de una vida que, leídos sus poemas (recogidos ahora, por cierto, en un bello compendio, Ensayo de una despedida, Tusquets), fue una lucha a favor de la vida, del amor y de las luces cuando éstas se están apagando.

Su muerte se temió durante mucho tiempo; él mismo debió presentirla cuando decidió, hace años, dejar Madrid para volver a Oliva, su pueblo de naranjas y recuerdos. Alguna vez lo vi de nuevo (en un cumpleaños de Fernando Delgado, precisamente); mantenía su risa de antes, su noble sarcasmo, y aquella excelente información que tenía de tantas cosas. Y este último jueves, mientras esperábamos que se colgara en la Biblioteca Nacional, el cuadro dedicado a otro Cervantes fallecido este año, Joan Margarit, y un grupo de poetas y escritores le dedicara un homenaje de lecturas al autor de Para tener casa hay que ganar la guerra, uno de los concurrentes vio en su móvil la tremenda noticia: a Paco Brines lo acaban de sedar. Unas horas más tarde, esa noticia que traía los peores augurios se confirmó con la muerte de Paco, tras el más largo ensayo de una despedida que ha tenido la mejor poesía española. Los tres tan cerca, Pepe buscando el poder poético que tiene ese paseo de Santa Cruz, Paco riendo en un hotel atlántico…, y Margarit, el enamorado de las islas que dedicó a su adolescencia en las dos islas mayores, Tenerife y Gran Canaria, ese libro que es el reposo de un poeta que no tuvo olvidos y que, como los otros, es tan inolvidable como ese rumor de las olas que hay cuando, este sábado, escribo estas líneas que son abrazos de la sal y de la orilla.