El ya exministro de Sanidad, Salvador Illa, como aquel capitán italiano, Francesco Schettino, ha saltado de un barco embarrancado en mitad del naufragio. En su caso, como en el otro, no ha sido para salvar la vida, sino para conquistar Cataluña. Es cosa sabida en este país que la gestión de los asuntos públicos está al dictado de las conveniencias políticas y no al revés. Al PSOE le viene muy bien propulsar la candidatura de Illa, que ha crecido a la sombra mediática de la batalla contra la pandemia. ¿Qué mejores referencias para enfrentarse al contagio masivo independentista? Y en ese espacio vacío se cuela la figura canaria de Carolina Darias, que tendrá que gestionar la última fase de la ofensiva contra el mayor desastre de la reciente historia de nuestro país. Lograr la vacunación de la mayor cantidad posible de ciudadanos es la única respuesta que tenemos, hoy por hoy, contra una enfermedad contagiosa que no solo se ha cobrado un saldo en vidas, sino que ha creado la mayor crisis económica que se recuerda en Europa después de la posguerra. Y esa tarea de vacunación no va a ser fácil. Existen crecientes rumores de que los planes de vacunación están en riesgo por el descenso en el suministro del producto por parte de las farmacéuticas. A pesar de los ajustes que se han tenido que hacer deprisa y corriendo, la segunda dosis, que obligatoriamente hay que suministrar a los 21 días de la primera, puede verse comprometida por el desabastecimiento. Por eso la Unión Europea ha redoblado las presiones sobre los fabricantes, porque no es solo un problema exclusivo de España. Pero Darias llega al timón del barco en medio de esta enorme incertidumbre. Y a ver qué pasa. Schettino, mientras tanto, a lo suyo.

Poner impuestos a las mercancías que llegan a nuestros puertos supone encarecer el precio al que las compran los consumidores. Celebrar ese pequeño crimen al bolsillo es cosa de necedad. Tal vez por eso tantos se han felicitado por la aprobación del AIEM, que atesora en su pomposo nombre –Arbitrio sobre Importaciones y Entrega de Mercancías– uno de los pocos restos que quedan de nuestro acervo fiscal canario.

Los productos que consumimos ya pagan sus aduanas y su correspondiente IGIC, así que ese otro impuesto a la entrada es un “extra” que les calzamos para, según dicen, “proteger” a las producciones locales. ¿Y por qué hay que protegerlas?

Imaginemos a un agricultor canario que cultiva nabos. Uno pensaría que la mejor defensa que tiene para poder vender sus nabos en el mercado es que al ser de aquí, recoger el nabo y comercializarlo le supone muchos menos costos y problemas de lo que soportan quienes producen nabos en el otro lado del mundo y los traen hasta estas siete islas que están donde el diablo perdió el rabo.

Pero no es así. Los políticos que defienden el AIEM –y los empresarios, que son los últimos que creen en el libre mercado– sostienen que los grandes volúmenes de producción permiten que los nabos de otras partes del mundo lleguen a nuestros mercados a precios más barato que los locales. Porque allí el agua es gratis y los salarios son muy bajos.

Los que sueltan todo esto deben pensar que uno es mucho más idiota de lo que ya parece. Los productos que se cultivan, por ejemplo, en zonas del interior de Chile, tienen que recorrer muchos cientos de kilómetros hasta llegar a la costa, cargarse en grandes contenedores y recorrer otros miles de kilómetros por el Atlántico para llegar hasta aquí. Y a pesar de todos esos costos (cargas y descargas en trenes, camiones y barcos ) se siguen vendiendo a precios más bajos que nuestros productos locales.

Usted dirá: ¡claro! Es que los agricultores aquí ganan más. Y cumplen una función paisajística y etc. No. Los agricultores de Canarias reciben de común no más del 20%, del precio de venta al público de sus productos: El resto son costos de la cadena de comercialización y venta. O sea, de la misma cadena que en el caso de un nabo chileno recorre doce mil kilómetros en trenes, camiones y barcos y que en nuestra isla consiste en un viaje de pocos kilómetros en una furgoneta. Y a pesar de ello, los productos de aquí se venden a precios superiores a los de importación y por eso hay que “protegerlos” cargando impuestos a los de fuera.

La conclusión es que los consumidores tienen que pagar más caro lo que podría resultarles más barato. Y aprobar precisamente eso –o sea, que no seamos capaces de competir ni jugando en casa– se viene a celebrar como una especie de feliz acontecimiento político. Lo nuestro es que no tiene remedio aunque, al final, a uno ya le termine importando un nabo.