Basta pronunciar la palabra guachinche y de manera inmediata surge, por asociación de ideas, lo bueno, bonito y barato, además de cocina auténticamente canaria, y en el caso de quienes visitan Tenerife, si se quiere hasta algo exótico, un souvenir más de ese viaje por las Canarias.

Lo cierto es que, cosas de la melancolía, en nada se asemeja su imagen actual con la de aquellos establecimientos originales, pequeños salones perdidos por las medianías arriba donde el humilde viticultor guardaba sus enseres agrícolas y aperos de labranza, entre barricas de vino y un sinfín de arritrancos. Las paredes, por supuesto, de ladrillo desnudo, sin vestir, acaso algún almanaque o una imagen de la Virgen de Candelaria, y el piso, de tierra o de picón. En el mejor de los casos, se habilitaba un pequeño mostrador, un simple tablón de madera, o bien se echaba mano de las bobinas de cable eléctrico a manera de mesas.

En este escenario, el viticultor vendía con indisimulado orgullo el vino nuevo de su cosecha, acompañado por platos como una ensalada con atún de lata, chochos, tomates aliñados con orégano y aceite, queso blanco de cabra, garbanzas con tropezones, carne fiesta o conejo.

Con el tiempo, y para dar salida al excedente del vino –si el año había venido bueno–, aparecieron las mesas con su mantel de hule, las sillas de tijera y, en este contexto, la carta de los enyesques se fue ampliando –por demanda de la clientela y como forma de aumentar los ingresos de las economías familiares– con guisos como el escaldón con gofio, las garbanzas compuestas, la carne fiesta y el pescado salado con mojo y papas arrugadas.

El panorama actual es muy distinto. Atrás quedaron los chochos y las moscas, incluso hasta los garrafones y en muchos casos las animadas parrandas, y bajo el epígrafe guachinche proliferan locales aquí y allá que bien se pueden considerar auténticos restaurantes. Eso, a pesar de que la Ley de Calidad Agroalimentaria, publicada en el Boletín Oficial de Canarias (BOC) del 22 de abril de 2019, y que entró en vigor un día después, estableció el plazo de un año a contar desde aquella fecha para que los establecimientos de restauración que vinieran haciendo un uso fraudulento del término guachinche deberían cesar en esta práctica, so pena de ser objeto de duras sanciones.

A la vista está que, pandemia de covid de por medio, los guachinches –a saber cuál es su número real– permanecen instalados en un limbo legal, hasta el punto de que se pueden encontrar así anunciados en plena capital tinerfeña, sin ningún tipo de rubor ni de intervención por parte de las administraciones. Pero mientras el fraude continúa sirviéndose a platos llenos, su voz sigue sonando a gustoso reclamo.