Creció en el barrio santacrucero de Somosierra, en una de las pequeñas casas que se alongan al cauce del barranco del Hierro. Allá por la década de los sesenta, aquello era el extrarradio, un mundo casi rural –por ahí el campo entraba a su antojo en la ciudad–, los cabreros pastoreaban sus rebaños y vendían la leche recién ordeñada; desde el camino de Tío Pino sonaban los cencerros que balanceaban rítmicamente las vacas de Doña Agustina en sus pacientes paseos arriba y abajo... Por la carretera del Rosario, apenas pasaban coches, contados con los dedos de una mano, y cada tanto se escuchaba el traqueteo ronco de algún camión o una guagua.

En aquellos solares de lo que en su día fueron las fincas de don Sixto Machado, la jurria de chiquillos se sentía libre jugando a los boliches, al trompo, a probar puntería a base de tormazos... y, por supuesto, al fútbol. Bastaba marcar las porterías con dos piedras, echar a rodar una pelota –mejor de reglamento– y a correr como locos.

En ese universo emocional, Antonio Armas Febles, Toño (Santa Cruz de Tenerife, 1957) disfrutó –y mucho– la inocencia y la felicidad: «Recuerdo con cariño lo sanotes que éramos; no había doblez y sí mucho respeto a los mayores. ¡No te hablo ya de la autoridad..! Bastaba que un gris o un Guardia Civil te echaran una mirada para que te temblasen las canillas» (Ríe).

De aquellos tiempos mantiene viva en el recuerdo su pasión por el fútbol. «Era juvenil, con 16 años, y entrenábamos en el campito de tierra de Tío Pino, donde no había vestuarios». El técnico era Güímar, que trabajaba en Portuarios, y como tenía turnos, las sesiones comenzaban a las 6 de la mañana. «Yo entraba al Instituto a las 8:30, con lo cual tenía que salir disparado y, claro, no iba a llegar a clase todo sudado. Por eso, cuando terminábamos de entrenar nos bañábamos en la charca de la obra de la que es actualmente la calle Alcalde Mandillo Tejera. ¡De milagro no aparecí en clase con una rana sobre la cabeza!», bromea Toño, que se consideraba un voluntarioso y sobre todo escurridizo futbolista.

Eso sí, sabe bien y nunca olvida de dónde viene, cuáles son sus raíces: «Mi padre era empleado de Refinería» –una empresa que contaba con más de dos mil empleados– «trabajaba en la cantina, haciendo bocadillos, y también en el comedor». De pibe vendía periódicos y con esfuerzo y mucho sacrificio sacó adelante a la familia, un matrimonio con cuatro hijos –tres varones y una hembra–, el modelo típico por aquel entonces.

Los Armas Febles se mudaron a Las Caletillas. Toño contaba entonces 24 años y estaba inmerso en el mundo de la distribución comercial junto a su socio y amigo, Mario Cedrés, en Comercial Dofe. Él se encargaba de los vinos, pero vendían de todo; gusanitos de Risi, Pan Ortiz, Chocolate Toblerone, Knoor Suiza, Heno de Pravia... desde comida para perros hasta insecticida, todo producto que fuera vendible.

A los 26 años contrae matrimonio, la génesis de la familia Armas Franquis, y recuerda que uno de los primeros vinos embotellados que probó fue el Sangre de Toro, precisamente comiendo con su mujer en una pizzería. «Por entonces, aquí sólo había cuatro marcas de vino», contaditas, y lo cierto es que aquel era un mundo apasionante que estaba por explorar y también por explotar.

Con el progresivo desembarco de las grandes superficies en Canarias, Toño y su socio Mario analizaron la situación y llegaron a la conclusión de que corrían nuevos tiempos y ya su estatus había cambiado definitivamente: «Entonces pasamos de ser representantes de marcas a especializarnos». Era imposible competir con aquellos monstruos, grandes multinacionales de la alimentación.

De Comercial Dofe vendieron una parte. Toño se quedó con un porcentaje y continuó trabajando junto a Joaquín Galarza durante unos siete años, hasta que llegaron a un acuerdo y se desprendió de todas sus acciones. «En aquel momento pensé en disfrutar de unos meses sabáticos», pero como persona de natural desinquieto que es, no tardó ni dos semanas en embarcarse en un nuevo proyecto: El Gusto por el Vino.

El origen de este nombre tiene que ver con un libro titulado El gusto del vino, obra del prestigioso enólogo francés Emile Peynaud. Cuando alguien le comentó que quizás era demasiado largo, él respondió: «También lo es el de El Corte Inglés y ahí está».

Corría el 2000. «Tuve la enorme fortuna de conocer a un sumiller de la categoría de Óscar Santos, el primero en traer a la Isla vinos de otras Denominaciones de Origen hasta entonces desconocidas».  

Aquella frenética actividad inicial coincidió con la concesión de una estrella Michelin al restaurante Jardín Tropical, la aparición del Hotel Abama... Se abría el horizonte. «Fuimos los primeros en celebrar una Feria del Vino, allá por 2001, en La Cascada, donde incluimos catálogos, notas de cata y fotos de las botellas». Todo un hito. El objetivo estaba claro: forjar una empresa de distribución especializada que vendiera los vinos de una forma hasta entonces diferente, que abriera los sentidos a una clientela deseosa de conocer y también de experimentar nuevas cosas. 

Así, al ritmo que iba marcando el progresivo despegue de la restauración, Toño fue armando un equipo del que se siente profundamente orgulloso: «Una empresa son las personas que la forman», sostiene. «Trabajamos mucho y con rigor».

En el año 2010 se inauguró la vinoteca de la calle San Sebastián, en el lugar que antes ocupó una señera bodega, que se ha hecho acreedora de los mejores elogios. En 2022 se alzó con el premio a Mejor Distribuidor de los IWC Merchant Awards Spain, galardón al que ha estado varias veces nominada. 

En esta aventura lo acompañan sus hijos: Ayoze (piloto de vuelos comerciales) y Tayri (arquitecta) que han heredado de su progenitor el amor por este maravilloso mundo del vino. Con todo, a Toño nunca se le ha pasado por la cabeza retirarse. Mantiene sus hábitos. Se despierta a las 6 y media de la mañana, y nada más levantarse se mete en la ducha, y si algo le gusta es disfrutar de los amigos y la familia.

En El Cotillo está su paraíso. Allí camina en solitario, la vista perdida en el horizonte, el momento de reencontrarse consigo mismo. Toño es de esas personas que tiene el corazón escrito por dentro.