Erupción en La Palma | Los llanos de fuego y agua
Las mortíferas riadas del San Juan, la tragedia que revive en la memoria por la erupción del volcán de La Palma
Entre los damnificados del volcán están muy presentes las mortíferas riadas del San Juan
Juanjo Jiménez
Ocho años después de que erupcionara el volcán de San Juan morían decenas de personas en el valle del oeste por las riadas encabritadas sobre sus cenizas. Y hay quien teme que se repita.
José Miguel Camacho nació un día de aguacero terminal. Llovía tanto en Las Manchas aquel día que para guarecer el parto cubrieron la alcoba interior con una jaima, una vez reconvertidas las cubiertas de la casa en colador. Ocho años antes, el día de San Juan de 1949, se abría la boca eruptiva de El Duraznero, y con ella otras dos más que hasta el siguiente 4 de agosto estuvieron vomitando la materia de los infiernos sobre Los Llanos de Aridane, Tazacorte, Mazo, Fuencaliente y las dos breñas, la Alta y la Baja.
Aquella erupción, cuenta con unos prismáticos enfocados a un inmueble en humacera dentro de la nueva colada que amenaza a La Laguna, trastocó barrancos, barranqueras, aliviaderos, caideros y manantiales. Y el fenomenal ciclón que barrió la isla en pleno parto de Camacho convirtió las lavas del volcán de San Juan en un monstruo negro al que se debe buena parte de entre los 22 y 34 muertos, según recuentos, que quedaron flotando entre picones.
Lo que no hizo la erupción lo remató el huracán: Todo el mundo se temblaba/ viendo tanta agua correr./ Nadie lo podía creer/ Que tantas almas llevara./ Más tarde cuando aclaraba,/ que se reunía la gente, /yo esto lo tengo presente cuando empezó en Media Luna/ siguió por los Montes de Luna, /Las Manchas y Fuencaliente, escribe la testigo Emiliana Pestana.
El mapa que dibuja con letras la poeta Pestana era de una pobreza infinita. Y el salpicón de la tormenta le dio un trastazo definitivo. Muchos sucumbieron a la catástrofe de enero del 57, pero otros más giraron a Venezuela y Cuba siguiendo los pasos de los que ya habían marchado antes con el San Juan, como el propio padre de Camacho, quien recuerda una infancia de postguerra sin luz eléctrica ni agua potable.
José Miguel estudió a la luz de las velas, del quinqué y el Petromax, aquella lámpara de petróleo que alumbraba las cavernas con su camisa incandescente de seda sintética, utilizada como salvavidas en la perforación de minas y pozos. Y una vela fue su particular sismógrafo de cuando el 26 de octubre de 1971 reventó el Teneguía. Empollaba para el bachiller «y los temblores previos me tumbaban la vela derramando la espelma sobre la mesa».
Desde seis o siete meses antes «una tía mía me preguntaba, ¿tú no oyes unos ruidos que parecen que vienen de El Hierro».
Pero no. No eran del meridiano, sino de apenas una pizca más abajo, de la costa de Fuencaliente.
Aquel segundo vulcanismo fue un espectáculo de puntería, elegante en el ubicar, manso en el erupcionar. «Íbamos en camiones a verlo por la noche», ilustra sin soltar los prismáticos. Con aquella ilusa pachorra geológica el valle y los llanos fueron luego prosperando. Los que marcharon volvieron con una pella. José Miguel siguió estudiando. Caminando hasta 14 kilómetros para coger la guagua que lo llevara al instituto.
En aquél entonces rumbiaban en La Cucaracha de Gabriel, carrozada de madera. Y para ir a Santa Cruz tiraban con el micro de Caramiche, de ocho plazas, en un recorrido de tres horas por carreteras de angosturas en las que se cruzaba una vez al día con el Correo, pilotado por Alberto, mientras el padre de Camacho ayudaba a fertilizar el malpaís con tierra vegetal traída de La Breña y Monte de Toribio con un BMC motor Perkins.
Así se emplatanó Puerto Naos, Las Hoyas, El Remo, Charco Verde..., alfombrando de ocre la lava cortante con hasta 70 centímetros de material, acomodándola con las manos, con palas y con baldes de hierro. Aquel esfuerzo de titanes convirtió el valle en una pintura de enciclopedia antigua. Un vergel en cota cero del que brota al poco el plátano beletén. Y a la vera de las fincas, las casas y las casonas con empaque. Donde no hubo un bombillo hasta casi antier hoy brillaba la luz propia, hasta que el nuevo volcán mandó parar.
El propio José Miguel Camacho y familia se ubicaron en nuevas casas, y se hicieron con sus fincas. Él prosperó como profesor de Electromecánica en el Ejército, después de pasar por centros educativos en Gran Canaria, y también se hizo acopio de un castellano delicioso en el que se expresa hasta el embelesamiento, alquimiando poesía de catástrofe.
Y sin soltar los prismáticos.
Lo que observa mientras regala el relato es lo que queda de una vaguada que apenas se ve a simple vista. Por encima, el edificio que le marca la referencia del lugar, echando mucho más humo oscuro que cuando Camacho relató su nacimiento. Debajo, viva pero oculta a la vista, la última casa que le queda al apellido, al pairo del volcán y los ciclones.
Arriba, una imagen de la lava cerca de una vivienda, desde Tajuya. A la izquierda, el profesor José Miguel Camacho, nacido en Las Manchas, intenta atisbar con unos prismáticos la suerte de una de las edificaciones propiedad de familiares, con pérdidas ya anotadas en las últimas semanas en su patrimonio entre casas y fincas. Apostado en la plaza de Tajuya sigue el rumbo de la última colada norte, que se observa en la imagen inferior, y que avanza humeando a primeras horas de la mañana de ayer muy cerca de la estratégica rotonda que une el Valle y Los Llanos con el resto de la isla, amenazando con provocar un serio quiebro a las comunicaciones terrestres de La Palma. |
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