Vesi, mi búlgara-canaria con acento andaluz, conocida en el balonmano desde muy joven por sus cualidades excepcionales dentro de la cancha. Comenzamos siendo rivales ya hace mucho tiempo, cuando yo jugaba en Tejina y ella en el Salud. A mitad de la temporada 2012/13 es cuando tengo el privilegio de compartir vestuario con ella, pero no es hasta mitad de la temporada siguiente, después de que me incorporo de una lesión, cuando arranca nuestra bonita amistad. Cada vez empezamos a compartir más momentos especiales como tardes de cortados, cumpleaños, fiestas y hasta la graduación de su ciclo formativo. Todos ellos me iban dando la oportunidad de conocerla más y mejor, y con ello, me daba cuenta de la gran persona que era y lo fácil que era quererla.

El momento en el que le descubren la dichosa enfermedad que finalmente nos la arrebató, coincide con mi mudanza a Estados Unidos. Ahí es cuando te das cuenta de que, efectivamente, la amistad es verdadera y no hay distancia que pueda con ella. Durante estos cuatro años y medio, nuestra relación cada vez se hacía más estrecha a pesar de que nos separaban miles de kilómetros.

El hecho de que mi madre hubiese pasado por la misma enfermedad hizo que conectáramos de una manera especial. Ella me hacía preguntas, tal vez buscando una respuesta amiga, pero también desde el punto de vista de alguien que ya había tenido a otros seres queridos en su misma situación en el pasado. Yo procuraba aconsejarle y animarle, compartíamos anécdotas, todo para intentar entender esa nueva situación a la que se enfrentaba.

Durante sus 4 años de lucha, con sus lógicos altibajos emocionales, puedo afirmar que no hubo ni un sólo día en el que se rindiese. Exactamente igual que cuando jugaba, donde lideraba y se entregaba al máximo de sus posibilidades. Sin embargo, esto no le llevó a descuidar a sus seres queridos. Fue empática, huyendo del protagonismo que el cáncer te otorga. Incluso, durante sus peores momentos, nunca dejó de interesarse por cómo me iba, ofreciéndome ayuda de inmediato sin dudarlo.

Desafortunadamente, tras varios años de lucha, intervenciones quirúrgicas y tratamientos, su enfermedad evolucionó a una fase donde las probabilidades de supervivencia a medio plazo se agotaban. Vesi, que era curiosa e inteligente, sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo y así lo comentábamos sumidas en tristeza, pero sin perder la esperanza ni las ganas de vivir.

Su entereza es una lección de vida para todos. Tal es así, que durante la fase terminal buscó tratamientos alternativos y otras opiniones médicas fuera de las islas. Incluso hacía de traductora con su madre (quien compaginaba su vida en Bulgaria con visitas frecuentes a la Isla) mientras recibía noticias que no eran buenas y no se descomponía. Veía esto como un proceso del que aprender, una prueba de la vida que indudablemente la convertiría en una persona más fuerte.

Vesi sólo quería vivir, y así lo demostró mientras convivió con la enfermedad, e incluso en sus últimos momentos, donde permaneció sedada más de una semana, seguramente esperando a que su familia pudiese llegar y despedirse de ella antes de apagarse para siempre.

Vivir la noticia desde tan lejos es muy frustrante porque sientes que no estás donde quieres, y además tampoco puedes. La tristeza es inconsolable pese a haberme preparado para ello. Sin embargo, lo peor es este sentimiento de culpabilidad enorme que me invade. Me encantaría haber estado a su lado para al menos, poder decirle una última vez lo muchísimo que la quiero, lo orgullosa que estoy de cómo ha vivido y luchado y, cómo no, darle un abrazo de los de verdad. Esta sensación es aún peor cuando piensas que este último verano tampoco te fue posible volver a casa por la maldita pandemia, y que hace casi un año que no nos vemos en persona.

Luego piensas que lo único realmente importante es ella y que cómo yo me sienta es secundario, y sólo es producto del enorme cariño que le tengo. Lo positivo, por buscar algo, es que al menos ya descansa y no sufre con dolores. Han sido seis años de amistad, quizá no la más larga pero sí muy especial e intensa.

Durante todo este tiempo he encontrado muchas similitudes con mi madre, aunque deseaba con todas mis fuerzas que el final fuese otro. No pudo ser. Lo bueno es que ahora tengo dos estrellas que me acompañarán durante el resto de mis días.

Hay una canción (Eres la vida que das de Maldita Nerea) que compartí con Vesi (y que le encantó) porque a mí me dio mucha fuerza cuando mi madre estuvo enferma. Su estribillo dice:

Y se atreve a andar diciendo

Que ya no te queda tiempo

Y que te tienes que marchar

Pero tu amor puede más, puede más

Ninguna estrella está sola

Ni deja de brillar

Aunque el silencio y las horas

Quieran hacerla llorar

Llenas de luces las sombras

Callas la soledad

No eres el miedo que ahoga

Eres la vida que das