Deconstrucción de la leyenda negra de Unamuno en Fuerteventura

Sus detractores pusieron en circulación varios bulos de lo que supuestamente pensaba y decía el escritor sobre la Isla y los majoreros, bulos que calaron profundamente en parte de la población, alguno de los cuales ha perdurado

Unamuno lee recostado en la cama de su habitación en Fuerteventura.

Unamuno lee recostado en la cama de su habitación en Fuerteventura. / El Día

Domingo F. Fuentes Curbelo

El 20 de febrero de 1924, el general Primo de Rivera decretó la suspensión de la cátedra de Griego que don Miguel de Unamuno ejercía en Salamanca, lo destituyó además como vicerrector y decano de la Facultad de Letras de aquella universidad, y lo desterró en isla de Fuerteventura por su crítica constante al golpe militar del 13 de septiembre de 1923 y los ataques al rey Alfonso XIII. Unamuno llegó a Fuerteventura el 10 de marzo de 1924 con sus escasas pertenencias a cuestas y unos pocos libros de referencia. A pesar de la brutal experiencia del desarraigo, el poeta supo sobreponerse al dolor y la agitación interior. Y esto fue así porque Unamuno, nada más llegar, quedó impresionado por el paisaje evangélico de Fuerteventura, y eternamente agradecido por la cálida acogida que le brindaron los vecinos del viejo Puerto Cabras –hoy Puerto del Rosario–, quienes lo recibieron con los brazos abiertos.

En su fecundo aislamiento en Fuerteventura Unamuno realizó tertulias con sus amigos majoreros, excursiones por toda la isla, lecturas, pescas, paseos por la costa y recibió varias visitas. Pero no paraba de escribir: cartas, artículos de todo tipo para la prensa nacional e internacional y poemas. En Puerto Cabras empezó a componer el diario íntimo de confinamiento, De Fuerteventura a París, publicado en enero de 1925, donde se entreveran los sonetos con ataques feroces al Directorio militar y al rey Alfonso XIII con los de carácter existencial y los dedicados a Fuerteventura.

Unamuno llamaba a Primo de Rivera ganso real; al general Martínez Anido cerdo epiléptico cuyos crímenes y latrocinios exigen reparación; y al rey Alfonso XIII, monstruo de doblez y perversidad. En seguida sus detractores, que no eran pocos, pusieron en circulación varios bulos sobre lo que supuestamente pensaba y decía Unamuno sobre Fuerteventura y los majoreros, bulos que calaron profundamente en parte de la población, alguno de los cuales ha perdurado hasta hoy en día. Así pusieron en su boca –valga este ejemplo por ser el más ofensivo– la infamia de que en Fuerteventura «las flores no tienen olor, las frutas no tienen sabor, los hombres no tienen honor, ni las mujeres pudor» (frase socorrida que se atribuyó, treinta años antes de que Unamuno pisara Fuerteventura, al poeta nicaragüense Rubén Darío, cuando este se disponía a abandonar Costa Rica, después de pasar nueve meses en aquel país).

Lo cierto es que no existe ni una sola cita, ni un solo documento escrito, ninguna entrevista, ni un solo testimonio en el que conste que Unamuno hubiera dicho o escrito patrañas de este calibre. Se trata de la antigua estrategia de demolición del contrario con toda clase de infundios. Ya lo hicieron antes los detractores del novelista grancanario Benito Pérez Galdós, alimentando el bulo de que el escritor se sacudió el polvo de los zapatos cuando llegó a Cádiz renegando de Canarias (anécdota atribuida a Teresa de Ávila varios siglos atrás cuando, siendo una niña, decidió abandonar la ciudad hacia tierras sarracenas para someterse al martirio).

Quienes difundieron este infundio, creando una leyenda negra sobre Unamuno en Fuerteventura, entre otros, fueron: el Directorio responsable de su destierro y sus

correligionarios en Canarias; la monarquía cuyo descrédito tras el desastre de Annual en el protectorado español de Marruecos –cerca de 10.000 soldados españoles de quintas, además de unos 2.500 soldados indígenas muertos–, no tocaba fondo, lo que acabó dando paso a la II República española; la jerarquía católica que no aceptaba la estrecha relación que Unamuno mantenía con los protestantes, y que este viviera la religión de forma íntima, alejado de los dogmas, colocando la figura de Jesucristo en el centro de la búsqueda de su fe; y, por último, la resentida burguesía absentista y terrateniente de Fuerteventura, temerosa de que un intelectual de la talla de Unamuno pudiera «despertar a los majoreros» de su resignación y pudiera poner en peligro sus intereses caciquiles, heredados desde los tiempos de la conquista y el señorío. En definitiva, se dedicaron a difamar los que se dieron cuenta de que lo que debía haber sido un castigo, paradójicamente se tornó en una catarsis, una limpieza espiritual, un acto de fe y de amor incondicional a la isla tranquila y sus humildes moradores, hasta el punto de que podríamos hablar de un efecto prodigioso de simbiosis. Para Unamuno el confinamiento fue el contrapunto a su agitación interior, un bálsamo inesperado, un proceso de fecunda redención. Fuerteventura, por su parte, rompe las cadenas del pasado: el relato poético del escritor y su visión ética, estética y metafísica de la isla, contribuye a que esta se libere de prejuicios y comentarios insidiosos de paisanos y viajeros nacionales y extranjeros que, por pereza intelectual, escribían de oídas; se libera asimismo del yugo del desprecio tanto del centralismo de Madrid –que siempre contempló la isla como un lugar de destierro–, como del eje del poder político y religioso del Archipiélago. Fue Unamuno el que se encargó de destruir el estigma, registrando para la historia su amor por Fuerteventura y la esencia quijotesca de los majoreros en sus tertulias, cartas, entrevistas, artículos periodísticos, y en los sonetos y comentarios del libro De Fuerteventura a París. En una palabra, proyectó a Fuerteventura a una nueva dimensión, colocándola en el mapa del mundo, y no solo en el literario.

Una vez instalado en su posada en Puerto Cabras, Unamuno pasea por la costa, se sienta en un peñasco a meditar, recorre una y otra vez Playa Blanca, impregnándose de la esencia de la mar (en femenino). En el comentario al soneto 32 del «Diario íntimo de confinamiento», Unamuno asegura: Es en Fuerteventura donde he llegado a conocer la mar, donde he llegado a una comunión mística con ella, donde he sorbido su alma y su doctrina. Y añade en una carta a su amigo y anfitrión majorero, Ramón Castañeyra: Y eso que nací y me crie muy cerca de ella —Bilbao—.

Por otra parte, en una misiva a su esposa, doña Concha, impresionado por la estampa evangélica que se abría ante sus ojos, le dice que la isla es «La Mancha con colinas». Y después de su evasión y su llegada a París, Unamuno manifestó al abogado y periodista también exiliado, Eduardo Ortega y Gasset, en una entrevista: «Fuerteventura es una ultra Castilla. Es mucho más Mancha que la de Don Quijote». Y sobre el clima de Fuerteventura publicó en la revista ilustrada Nuevo Mundo de Madrid: «¡Qué fuente de sosiego! ¡Qué sanatorio! ¡Qué fuente de calma!»

El humilde y austero universo majorero, hombre-tierra-mar-cielo, alejado del Directorio militar y de la mala pasión que se incuba en los conventos y sacristías, le abduce, y Unamuno lo refleja en sus sonetos: «Raíces como tú en el Océano / echó mi alma ya, Fuerteventura, / de la cruel historia la amargura / me quitó cual si fuese con la mano (soneto 65, De Fuerteventura a París). Y en el soneto 16 del mismo libro nos regala un poema muy emotivo, cargado de lirismo: Ruina de volcán esta montaña, / por la sed descarnada y tan desnuda, / que la desolación contempla muda / de esta isla sufrida y ermitaña. / La mar piadosa con su espuma baña / las uñas de sus pies y la esquinuda / camella rumia allí la aulaga ruda / en cuatro patas colosal araña. / Pellas de gofio, pan en esqueleto, / forma a estos hombres, lo demás conduto, / y en este suelo de escorial, escueto, / arraigado en las piedras, gris y enjuto, / como pasó el abuelo pasa el nieto, / sin hojas, dando sólo flor y fruto».

En el momento de la evasión, confiesa Unamuno a Eduardo Ortega y Gasset, entra en comunión con la esencia de Fuerteventura: «Para despedirme de aquella vida simple y bucólica, de belleza seca y austera […], le pedí a un pastor, cuyas cabras comían las secas hierbas y ásperas pitas que el cabrero les cortaba, que me ordeñase uno de aquellos ubérrimos animales que criaban una leche densa y casi milagrosa en aquellas áridas parameras. La ordeñó en un cuenco de madera y me supo a elixir de tomillo, de retama y de jara».

En París, Unamuno acabó de digerir su experiencia quijotesca en Fuerteventura y, tras madurar lo que consideraba una experiencia religiosa y patriótica, le escribe a Ramón Castañeyra y a los nobles majoreros: Les prometí a ustedes volver a esa isla y si Dios, el de mi España, me da vida y salud, volveré. Volveré con el cuerpo, porque con el alma sigo ahí. Les prometí a ustedes también escribir (…) el relato de mi cautividad en esa bendita isla y hablar de ella, de ese tesoro de salud y de nobleza. Y en otra misiva a Castañeyra manda un fuerte, fortísimo abrazo que reparte usted entre todos, mis buenos, mis queridos majoreros, un abrazo en que va todo el corazón de Miguel de Unamuno.

Su amigo y traductor inglés, Crawford Flitch –que pasó con él cuarenta días en la isla–, le escribió a París desde Antibes: «¡Fuerteventura! ¡Estoy casi nostálgico de Fuerteventura! ¡Inolvidable isla! Para mí Fuerteventura fue todo un oasis, un oasis donde mi espíritu bebió las aguas vivificadoras y de donde salí refrescado y fortalecido para continuar mi viaje a través del desierto de la civilización». Rememorando esa carta, Unamuno le responde: «¡Fuerteventura, un oasis en el desierto de la civilización! ¡Verdad, amigo Flitch, verdad!».

A modo de testamento, Unamuno escribió en una de sus cartas a Castañeyra: «¡Fuerteventura! ¡mi Fuerteventura! Si viera que mi fin se me acercaba y que no podía morir en mi tierra más propia, en mi Bilbao donde nací y me crie, o en mi Salamanca, donde han nacido y se han criado mis hijos, iría a acabar mis días ahí, a esa tierra santa y bendita, ahí, y mandaría que me enterrasen o en lo alto de la montaña Quemada, o al lado de ese mar, junto a aquel peñasco al que solía ir a soñar, o en Playa Blanca».

Finalmente, hace 100 años, en el comentario del soneto 8, De Fuerteventura a París, Unamuno hizo una premonición: «Fuerteventura es una isla hoy pobre, muy pobre, que puede enriquecerse si logra alumbrar agua; pero rica, riquísima en la nobleza de sus habitantes, los majoreros». Desde hace décadas Fuerteventura alumbró agua —de mar, desalada—, lo que abrió las puertas al desarrollo social y económico como nunca antes en su historia, disfrutando sus habitantes de un presente de prosperidad y colmado de oportunidades de futuro.