Triple efeméride del autor de 'Rayuela'

Los 110 años del nacimiento de Julio Cortázar coinciden con los 40 años de la muerte del escritor y los 30 de la publicación de sus cuentos completos; por este motivo Alfaguara reedita toda su narrativa corta en español

Julio Cortázar

Julio Cortázar / ED

Julia Saltzman

Dedico este texto a

mi amigo Lluís Bassets.

La primera vez que vi a Julio Cortázar (Ixelles, Bélgica, 1914–París, 1984) fue en 1972 y él andaba como un joven al que la barba le había quitado el semblante de niño que tuvo hasta que se cansó de que la gente lo turbara con los equívocos sobre su edad. Ya no era un chiquillo, lo parecía, pero en aquel entonces, cuando tenía poco más de medio siglo, había decidido pasear por el mundo con una barba rojiza que era la que exhibía caminando, con una mano en el bolsillo, la pipa en la boca, el semblante altivo —y tan juvenil— por la plaza de la Bolsa en Ámsterdam. Luego lo vi otras veces.

En Madrid estuvo volviendo de Nicaragua, en torno a 1980, cuando ya estaba viviendo con Carol Dunlop. En el Hotel Suecia, hecho para la conversación política o literaria, habló de aquel tiempo como si fuera a ser un viaje perenne, pero los meses estaban contados. Estaba enamorado de aquella revolución, que traicionó a todos sus amantes, y se aprestaba a regresar a París, donde emprendería el último, el más melancólico, de sus libros.

Preludio de una despedida

Los autonautas de la cosmopista, ese suspiro final, comprende sus memorias de viaje con Carol, su último amor, que falleció después. Nada define mejor su desolación que ese libro escrito en el abismo del dolor de unos enamorados. La propia estructura del volumen, como algunos episodios de Rayuela, su obra maestra, era como una carta al más allá, para que impidiera que ese ramalazo del destino no cayera para siempre como una tumba sobre el presente. No pudo ser.

Ya viudo de este amor tan vivo y tan literario vino a España, a estar con Mario Muchnik, el editor de aquel libro y su amigo, y de Nicole Muchnik, que le hicieron sitio en su casa terrera de Segovia, donde él fue melancólicamente feliz. Es legendaria su foto con un guardia civil que quiso retratarse con él, ya flaco como el preludio de una despedida. La noticia de su muerte lenta, junto a Aurora Bernárdez, su principal amor, su compañera, vino como el hielo el 12 de febrero de 1984. Fue una devastación, la muerte de un titán de la literatura en castellano, el primero que se iba de aquel cuarteto que hizo del boom una explosión insólita que aún hoy resplandece.

Resplandece tanto, me decía esta última semana la editora de sus libros, en este caso de sus cuentos, en Alfaguara, que de manera continua hay petición de reimpresiones de sus obras para proveer a los lectores de Cortázar del alimento de su literatura.

Carolina Reoyo, la editora española del más grande de los narradores en español de la última parte del siglo XX, dice que «los libros de Cortázar se han mantenido vivos desde que se publicaron por primera vez en Alfaguara en España y en el mundo de lengua española».

Ahora, 30 años después de que se pusieran a la venta, en una edición preparada en Argentina por Julia Saltzman, regresa, remozados, los Cuentos completos. Tal como fueron entonces compilados, con el mismo prólogo de Mario Vargas Llosa (La trompeta de Deyá, donde el premio Nobel peruano comenta la luz de Cortázar en medio de la sombra del fallecimiento de su amigo: «La obra de Cortázar abre puertas»), y ahora cada tomo con las fotografías que retratan al autor de Casa tomada en las dos fases de su vida.

En una, la portada juvenil, se lo ve mordiendo la pata de una gafa, como si estuviera atento a una conferencia, a una clase o a una pregunta; usa un suéter de colegial y sus ojos son claros, atentos, es un muchacho que entonces y durante mucho tiempo no tenía una arruga en la cara. En el otro tomo (aquí está Casa tomada, de Bestiario), aquel Cortázar que pareció para vivir siempre, siendo, además, juvenil en todo momento, la barba inundando el rostro, su mirada reflejando bondad e inteligencia, ese gato recibiendo la caricia de su mano próxima a la vez… En este figura, por ejemplo, Queremos tanto a Glenda, y en él reina el Cortázar que ya hizo de Rayuela la novela más extraordinaria de su contribución a la alegría de contar.

Esas dos tomas del tránsito de su vida ocuparán ahora la estantería que Cortázar llena otra vez en las librerías y en las casas. Y estarán, por ejemplo, con esa Rayuela cuya venta, dice Reoyo, es impresionante». «Vende al año más ejemplares que muchas novedades, y se imprime constantemente: la edición de Alfaguara, la que publicamos con la Real Academia Española, la de bolsillo, a las que se suman la difusión de los formatos digitales de e-book y audiolibro… La colección de los Cuentos completos ha tenido varias ediciones a lo largo de los años hasta llegar a la que publicamos ahora», que coincide con los 30 años de la primera publicación y con los 110 años del nacimiento del escritor.

«Es emocionante ver cómo un autor que nos dejó hace 40 años continúa encontrando lectores que se acercan a algunas obras que desconocían o que descubren obras que desconocían o que descubren las más conocidas», añade. ¿Y por qué ocurre esto? «Si me atengo exclusivamente a los cuentos, creo que rompió moldes en su momento, pero de una manera tan moderna que sigue vigente. En su narrativa corta trata temas, como el desdoblamiento, el juego de espejos, esa confusa frontera entre la realidad y lo fantástico, que siguen abordando autores contemporáneos». Un tema que es fundamental en el autor de Todos los fuegos el fuego, dice Reoyo, es el juego. «Un elemento que también conecta al autor con los lectores jóvenes. Cortázar es un autor radicalmente moderno y radicalmente joven». No como si estuviera vivo: es que está vivo.

Esta edición nueva de los Cuentos completos no lo resucita, pues está vivo, pero cuando un escritor tiene este don de supervivencia es porque en él se comprende la magia que nos hizo a tantos recitar Rayuela o Cronopios como si se estuvieran escribiendo en nuestra propia conciencia. «Para las editoriales que cuentan con un catálogo tan amplio y longevo como Alfaguara, que en 2024 cumple 60 años —dice Reoyo—, es una responsabilidad y un reto mantener a los autores en la conversación del momento.

Rescatado del olvido

Los que tienen memoria para ello recuerdan cómo renació en España, y así se contagió a América Latina, la escritura de Cortázar, después de algunos años de obstinado olvido. Alfaguara redescubrió en sus fondos que aquellos libros, desde los cuentos, en distintas ediciones, estaban en los almacenes, lejos de las estanterías y, por tanto, del interés público. Quienes entonces ordenaban el tráfico librero, y en general la estantería contemporánea, habían creído, en España, que Cortázar había dejado de existir como autor contemporáneo, incluso se escuchó decir, en los pasillos, que ·a Cortázar había que traducirlo.

Aquel lugar común, que tanto dañó a la relación de España con la literatura escrita en América, desapareció en cuanto surgió, en ediciones nuevas, revisadas por editores que amaban a Cortázar, por diseñadores cortazarianos militantes (como el pintor Julio Silva, que se encargó de toda la nueva apariencia de sus libros), su obra completa.

Aquel hecho fue alimentado, por ejemplo, con una conmemoración de Cortázar preparada por el pintor Eduardo Arroyo para celebrar que el autor de Rayuela regresaba a las estanterías. Él dibujó, siguiendo el rostro del autor, la letra de uno de los capítulos más queridos de Rayuela («Toco tu boca, con mi dedo toco tu boca…»), y aquella obra de arte que venía a abrazar a escritor tan querido se convirtió en otro modo de resurrección pop de un escritor que hoy parece de mañana.

En 1990, cuando era aún un escritor a la espera, marcado por el silencio que sepultaba su obra, fui a su casa de la Provenza, en Francia. El silencio era enorme, como de país de cuento, y de pronto sonó la caída de un cuerpo en la piscina. Como si un espectro, que resultó ser su última mujer, Ugné Karvelis, cayera sobre un agua prehistórica ante la cual nacieron fábulas del cronopio.

Las paredes del estudio donde nacieron tantos cuentos estaban vacías; la mesa, mirando al silencio de los muros. Olía a pasado, hasta la vecindad estaba teñida de olvido. En un recodo del camino, junto a aquella casa solitaria en Saignon, vi la inscripción, en francés, del epitafio moral de una persona que gritaba su soledad. Decía el cartel: «¿Y ahora quién me saca de aquí?».

Yo iba con Manuel de Lope, el autor de Bella en las tinieblas. Todas aquellas coincidencias, tan cortazarianas, comenzaron cuando entramos en el ayuntamiento para descubrir la ruta que debíamos seguir para dar con aquel paradero en el que ya no íbamos a encontrarnos sino con el agua salpicando el cuerpo de una mujer gruesa.

Años después fui de los que escuchó que a Cortázar había que traducirlo, y entonces se revolcó el tiempo, me acordé del muchacho que era yo leyendo Rayuela en un colegio mayor, y fui de los que tuvo el privilegio de acompañar en 1993 a Aurora Bernárdez a celebrar, en medio de un gentío de estudiantes, cómo la juventud festejaba que resucitaran los cuentos de este hombre que resucita cada vez que lo lees.

Ahora los cuentos son una leyenda al alcance de cualquiera, sin acentos afeitados, con la ligereza y el aire que tienen todos los libros de este hombre que te mira como el gato o el estudiante, desde el fondo mismo de su ilusión por ser siempre un muchacho, hasta que le vino la desgracia de perder a su amor. Luego esperó, en Segovia, en París, a que la eternidad le hiciera sitio.

En una escena —¡tan lejana!— una niña de 8 años, lectora empedernida, saca de la nunca censurada biblioteca de sus padres Las armas secretas de Julio Cortázar, edición de Sudamericana, y lee El perseguidor. No pudo haber entendido demasiado, pero esa niña que fui sintió la angustia de Johnny, la sordidez de ese cuarto de hotel, y vislumbró el caos que sigue al desenfreno. Así fue como, buscando en las tapas de otros libros el nombre señero, sin noción de lo que era un autor, leí en la infancia y la adolescencia tantos cuentos fascinantes: Casa tomada, Carta a una señorita en París, Circe, Axolotl, Final del juego, La salud de los enfermos... Así que primero fueron un hombre semidesnudo en un sucio sillón, el miedo de dos viejos amenazados en su casa, unos conejitos saltando desde una boca, unos bombones infestados, un monstruo, la rivalidad entre chicas, el secreto de una mentira piadosa…, luego una voz repetida y una compañía, y al final un escritor: Julio Cortázar.

Por eso fue una felicidad, y una responsabilidad, y un orgullo comprobar, años después, que, como directora de Alfaguara en Buenos Aires, tendría a mi cargo la edición y difusión de la obra de Cortázar: releerlo, reconocerlo, publicar sus inéditos, revivir su día a día en sus cartas, estar tan inmersa, sentirme tan cerca del hombre que hasta en sueños veía. Y comprobé que sus libros estaban siempre entre los más vendidos del catálogo y que seguían suscitando interés entre críticos y prensa. Y fue una alegría, desde la editorial, alumbrar otros Cortázar: el prescriptor a través de sus preferencias literarias, el profesor a partir de la edición de sus clases de literatura. Pero así como la novela de su vida está en sus cartas, el corazón de su obra está en sus cuentos, creaciones plenas de rigor y poesía, puertas abiertas al misterio.

Mi admiración por Cortázar sortea sin ignorarlos los claroscuros de su obra. Si a los 40 años de su muerte sigue estando tan vivo, es porque nunca transigió, hasta el final fue un perseguidor. Y hablando de perseguidores, una tercera escena —¡tan reciente!— viene a colarse aquí: un niño de 4 años elige un libro de la biblioteca de su abuela y me dice: «Quiero este cuento, el del oso que va por los caños».

*Julia Saltzmann, editora argentina, entre 2003 y 2015 estuvo a cargo de alfaguara en su país y de la edición de la obra de Cortázar

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