El arte supremo de Kinugasa

‘La puerta del infierno’ reaparece restaurada y en soporte digital a los setenta años de su apoteósico estreno en el Festival de Cannes

Fotograma de ‘La puerta del infierno’.

Fotograma de ‘La puerta del infierno’.

Además de provocar admiración y aplausos entre la crítica internacional, el estreno, hace setenta y tres años, de Rashomon (Rashomon, 1950), de Akira Kurosawa, en la Mostra de Venecia, abrió las puertas al conocimiento en occidente de una de las cinematografías nacionales más visionarias, sensibles e ignoradas del orbe cinematográfico al tiempo que alertaba a la inteligentzia europea de los aires de innovación que, a partir de entonces, llegarían desde un país instalado, durante demasiado tiempo, en un férreo e inexpugnable hermetismo cultural desde los años del cine mudo, a pesar de que, mientras tanto, en sus fogones se iban cociendo a fuego lento algunos de los títulos más sobresalientes de la historia del séptimo arte.

La película, protagonizada por Toshirô Mifune y Machiko Kyô, se hizo con el Leon de Oro, máximo galardón del certamen y con el Oscar Honorífico a la Mejor Película de habla no inglesa, dos galardones que, sin duda, ayudaron a convertir al autor de El infierno del odio (Temgoku to kigoku, 1963) en uno de los grandes referentes del arte cinematográfico japonés en la órbita occidental, así como en el rendez vous definitivo con una de las grandes potencias industriales del ramo.

Pues bien, tres años después de que se produjera este trascendental episodio histórico, el Festival de Cannes, otra de las grandes plataformas promocionales del cine en el continente europeo, acogía en su sección competitiva La puerta del infierno (Jigokumon, 1953), de Teinosuke Kinugasa (Kameyama, 1896/ Kyoto, 1982), recientemente restaurada y digitalizada por el sello A contracorriente. Se trata de otra producción nipona de primer nivel, que contribuyó a satisfacer la curiosidad sobre esta cinematografía generada por Kurosawa tras el estreno de Rashomon en Venecia y que se alzó aquel año con la codiciada Palma de Oro —la primera obtenida por el cine japonés en su historia—, con el Oscar a la Mejor Película Extranjera, el Oscar al Mejor Vestuario y el Gran Premio del Festival de Locarno. Una verdadera lluvia de importantes galardones que le facilitarían a la película su inmediata distribución comercial a lo largo y lo ancho del mundo.

Considerada por Martin Scorsese como «una de las diez mejores películas en color de la historia del cine», La puerta del infierno es otro de esos filmes seminales que tanto ayudaron a situar a Japón entre los grandes focos de creatividad cinematográfica del planeta y al maestro Kinugasa, al igual que a sus colegas Kenji Mizoguchi, Shozo Makino, Kon Ichikawa o Yasujirô Ozu, en una de sus figuras culturales más reverenciadas dentro y fuera del país. La película, adscrita al tradicional género de los jidaigekis —cintas sobre samuráis—, aunque lo hace de una forma algo atípica, es decir, indagando en el amor, en el papel de la mujer en el Japón feudal y en el enfrentamiento brutal entre clases en una sociedad atrapada en sus propias contradicciones, en vez de someterse a los esquemas de orden patriarcal que habían dominado el género hasta entonces.

Desde 1920, año en el que escribe y dirige su primer largometraje La muerte de la hermana (Imóto no shi), rodada en tres días, y en la que él mismo asume el papel de la protagonista, Kinugasa emprende una larga y próspera carrera, dirigiendo entre cinco y doce películas por año, en su mayoría melodramas, mientras se curte en el ámbito del cine experimental con obras de la magnitud de Una página loca (Kurutta ippeiji, 1926), «película muy audaz, según palabras del reputado historiador francés Max Tessier, que se inspira en técnicas expresionistas propias de ese gran momento, y que se desarrolla en un asilo de dementes, cuyo gran impacto intelectual no se haría esperar mucho en los círculos más ilustrados del Japón de entreguerras».

Sea como fuere, el gran hito que le haría cruzar todas las fronteras tras su aclamada presentación en Cannes, sería, sin duda alguna, La puerta del infierno, película inexplicablemente ninguneada en su país pero que causaría verdadero furor en toda Europa gracias, en gran parte, al formidable trabajo como director de fotografía de Kôhei Sugiyama, un creador inclasificable capaz de dibujar, a través de una complejísima paleta de colores, el estado emocional de unos personajes hundidos en la aflicción y en el dolor y que marcarán, como en las grandes tragedias de Shakespeare, su irremisible destino en medio de un escenario cercado por los miedos, los temores y las incertidumbres que siempre genera el sistema de castas en una sociedad de claros tintes feudales.

Y Kinugasa nos lo muestra a través de una clarividente puesta en escena en la que todos los elementos del lenguaje fílmico se coadyuvan entre sí para formar una perfecta unidad estética, reflejada permanentemente mediante el dominio supremo de la cámara y del plano que envuelve la totalidad del relato, mostrando la fuerza gravitatoria de una historia de amor sin paliativos.