Siempre he pensado que cuando la política mete la mano en el arte el resultado nunca puede ser bueno, desde luego historias como la de la artista neoclásica Marie-Guillemine Benoist no dejan más que darme la razón.

Desde muy pequeña dio muestras de una gran habilidad con los pinceles, así que su padre la animó a cultivar ese don y en 1783 la envía, junto con su hermana, al estudio de pintura de una de las artistas más importantes en ese momento, Élisabeth Vigée-Lebrun, pintora de cámara de la reina María Antonieta, un auténtico icono de la época que tenía su propia academia exclusivamente para mujeres; conocimientos que se sumarán a los impartidos, unos años más tarde, por el genio del neoclasicismo Jacques-Louis David, quien marcó su estilo con esos trazos de suave equilibrio sosegado.

Comenzó como la mayoría de artistas, plasmando aquello que le era cotidiano, un estudio de la cabeza de su padre dará inicio a su gran afición como retratista que con el tiempo alternará con temas mitológicos y de género; una de estas primeras obras, su propio autorretrato, llama la atención por ser premonitorio de un espíritu nada convencional, vestida con una tela blanca sutilmente caída muestra la desnudez de su hombro en un acto de aparente inocencia pero que ya anticipaba sus ideas revolucionarias.

Durante esos últimos años del siglo XVIII el espíritu del cambio llegaba a cada rincón del país, la Constitución francesa de 1791 daba paso a la reforma del Estado francés, ahora instaurado bajo una monarquía constitucional, cambios que no sólo afectaron a la vida política sino también a la cultural. El llamado Salón del Louvre, el gran evento del arte oficial, sólo permitía en sus exposiciones la participación de los miembros de la Academia Royal de Pintura y Escultura, además de tener un cupo máximo permitido de dos mujeres, pero con la revolución se instauró un ánimo de apertura que modificó aquellas normas abriendo sus puertas a todo tipo de artistas. Ese mismo año, veintidós mujeres hicieron acto de presencia, entre ellas Marie-Guillemine, que participó con la obra Psique despidiéndose de su familia. En una sociedad controlada por la mano de rancios críticos, que bajo sus ropajes escondían toda la vergüenza de una generación misógina, no es extraño que las críticas hacia su obra siguieran la tónica habitual para las mujeres artistas de esa época, comentarios como “no pensé que una mujer fuera capaz de hacer una composición tan histórica, además de este grado de perfección” o las más cínicas y despiadadas que, entre risas, afirmaban la imposibilidad de que ella hubiera pintado esa obra sóla, más bien decían: “Habrá sido hecha por treinta y seis manos”.

Seguramente su siguiente obra, La inocencia entre la virtud y el vicio, fue en cierto modo una venganza hacia esas voces, ya que en lugar de identificar el vicio con una figura femenina, lo que era habitual, la mujer era en la mitología griega el mismo mal de la humanidad, lo representó en la imagen del hombre, haciendo así un intercambio de papeles con el que dejó claro sus ideas feministas.

En 1793 se casa con un abogado, no diremos su nombre, siguiendo la estela de Ágata Ruiz de la Prada, lo llamaremos “el innombrable”, pues él fue el culpable de que su brillante carrera se apagara en el momento de mayor esplendor.

El trabajo y empeño de tantos años dio su fruto, su fama era ya un hecho pero fue su participación en el Salón de 1800 lo que acabaría por culminar su éxito con una obra absolutamente asombrosa, Retrato de una negra, nunca antes una mujer de raza negra, mostrando un pecho desnudo, con mirada provocativa, había sido objeto de un pintura. Madeleine, antigua esclava y criada de su cuñado, representaba no sólo un manifiesto en favor de la figura de la mujer sino también de las personas de color. Aunque la esclavitud fue abolida seis años antes, la situación de los esclavos no mejoró del modo deseado, de hecho poco tiempo después volvería a ser restablecida por Napoleón.

Esta pintura afianzó su carrera hasta el punto de que recibió multitud de encargos de insignes personalidades, entre ellas el mismo Napoleón y su familia, e incluso abrió su propia academia de pintura para mujeres.

Un éxito merecido que pronto iba a ser eclipsado. Con la caída del Imperio Napoleónico, su marido fue nombrado miembro del Consejo de Estado tras la Restauración Borbónica de 1814. Puesto que ella siempre había mostrado ciertas tendencias revolucionarias no estaba bien visto que un alto funcionario tuviera una mujer rebelde, ni que ésta fuera más famosa que él, así que amablemente le pidió que dejara la pintura… a ella no le quedó más remedio que claudicar. Triste y abatida, desesperada e impotente, escribió una carta a su marido en un último intento por conservar lo que tantos años le costó alcanzar, aunque ésta no sirvió para nada, lamentando la pérdida de una vida de duro trabajo y del éxito conseguido no tuvo más remedio que adoptar el papel de recatada esposa y guardar sus pinceles para siempre.

Más de doscientos años después, el tiempo ha puesto a cada uno en el lugar que merece. De él hoy nada se sabe, nadie habla de las hazañas de aquel conde innombrable, mientras que la figura de Marie-Guillemine Benoist será eternamente recordada entre las salas de los más importantes museos donde, por fortuna, siempre podremos disfrutar de su obra recuperada de las sombras del olvido.

Qué más se puede decir…, pues que como en toda gran historia ésta también tiene un lugar para lo anecdótico: en 2018 su retrato de Madeleine volvió a la actualidad al aparecer en el vídeo que la cantante Beyoncé y su marido Jay-Z, ambos grandes coleccionistas, grabaron en el Museo del Louvre para reivindicar la poca presencia de la raza negra entre las obras de su colección, su mirada descarada continúa siendo un grito a la igualdad.

*Directora De Two Art Gallery